La crisis sanitaria causada por el coronavirus obligó a los músicos cristianos a dejar su lugar en la plataforma de las iglesias.
Los músicos se vieron empujados a recrear la forma de guiar la adoración, tuvieron que adquirir nuevas herramientas tecnológicas o, en muchos casos, hasta perder su lugar de servicio en el ministerio de alabanza. De un día para el otro se acabaron los ensayos, se apagaron las luces sobre los escenarios de los templos, se silenciaron los micrófonos y los instrumentos no necesitaron más amplificación.
Estábamos acostumbrados a la exposición de cada domingo y de repente quedamos expuestos ante nuestro propio corazón despojado de todo, en la soledad de nuestra casa. Después de estar habituados a cargar instrumentos y equipos de un lado al otro, quedamos cargando solo nuestra propia cruz.
“Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame”, dijo Jesús a sus discípulos.
En este tiempo nuestras motivaciones quedaron al descubierto, y tuvimos la oportunidad de negar nuestra propia tendencia a deslumbrarnos por los aplausos o la música en sí misma. Fuimos confrontados una vez más por Su amor eterno que en medio de la desolación y la incertidumbre nos preguntaba: “¿me amas?, ¿de verdad me amas?“.
La cruz nos habla de renuncia. De vergüenza. De oposición. De humillación. Tomar la cruz quizás haya implicado renunciar a tocar tu instrumento por causa de la enfermedad propia o de un familiar, o decidir adorar a Dios día tras día en medio del desierto de tu alma. Comenzar a dedicar más tiempo a la intimidad con Dios y Su Palabra que a tu propio instrumento musical. Salir de tu forma conocida de guiar la adoración, capacitarte y empezar de cero en un formato virtual.
Cuando miramos a Aquel que cargó primero la cruz y llevó a cabo el máximo sacrificio de la historia, se hace claro que Su amor lo vale todo. Nos impulsa a dejar nuestro instrumento ante el trono, y convertirnos nosotros mismos en ese instrumento de justicia que el cielo quiere hacer sonar.
Que esta crisis mundial nos lleve a darnos cuenta de que la música no se trata del mero amor al arte, ni de plataformas, ni de virtuosismo humano, ni de nuestro éxito en la industria musical. La música es esencia divina depositada en nuestro ser. Melodías, ritmos y armonías que son un obsequio de nuestro Padre, invitándonos a colaborar con Él en mostrar la belleza de Su Hijo en todo lugar.
El tiempo de la eternidad se acelera a medida que el regreso de Jesús se acerca. Al atravesar esta pandemia a nivel global nos hemos vuelto más conscientes de esto, y como músicos nos estamos sincronizando a Su ritmo. A Sus planes, a Su compasión por los que se pierden.
Que en cada compás que toques o cantes suene la resurrección de haber tomado tu cruz. Que cada compás lleve a Su amada iglesia a adorar a Jesús hasta el final, venga lo que venga.
Este artículo está basado en el libro Músicos con tiempo de eternidad.