Lo acompañaron en su hora más oscura, lloraron de tristeza al verlo sufrir cargando el madero sobre su espalda lacerada, estuvieron hasta su último suspiro mientras su cuerpo herido y quebrantado colgaba en la cruz. No se les cruzó jamás la idea de abandonarlo.
Nadie las había mirado como Él, nunca se habían sentido tan dignas, tan amadas y tan valiosas como a su lado. Silenciadas, condenadas, ignoradas por su entorno, habían encontrado en Jesús a un hombre extraordinario capaz de hacerlas sentir únicas en todo el universo y de creer en ellas; creer que eran fuertes y valientes para convertir cualquier valle de lágrimas en fuentes de agua para otros, creer que las cenizas del pasado no las definían y creer que estaban llenas de talentos y virtudes para lograr crecer y proyectarse vislumbrando un futuro colmado de esperanza. ¿Cómo no seguirlo?
Aquellas mujeres, algunas mencionadas en la Biblia por sus nombres y otras anónimas, con diferentes historias, reputación y clases sociales pero iguales en valor y dignidad, estuvieron junto a Jesús sirviéndolo con sus propios recursos, acompañándolo en su misión de anunciar el Evangelio por las distintas aldeas y ciudades. Ese fatídico día frente a la cruz, el temor las invadió observando la escena más aterradora. Jesús había muerto.
Algunas se quedaron todo el tiempo que pudieron sentadas delante del sepulcro, vieron recostar el cuerpo inerte de su maestro en la tumba fría y cómo hicieron rodar una piedra que selló la entrada de la sepultura. Las horas pasaron y ya no quedaba nada por hacer en ese lugar.
Desoladas y entristecidas regresaron a sus casas, pero se sobrepusieron al dolor y recobraron fuerzas para preparar especias aromáticas y perfumes especiales para luego visitar el sepulcro. Descansaron el sábado de acuerdo al mandamiento del día de reposo, pero sus mentes continuaron agitadas por pensamientos de temor ante la dolorosa realidad de que su salvador ya no estaba. Al siguiente día, al amanecer, fueron las primeras en acercarse al sepulcro llevando los ungüentos que habían preparado. Como siempre, querían ofrecer lo mejor que pudieran.
La admiración, la lealtad y la devoción que Jesús había despertado en ellas se mantenían intactas y, sin duda, tuvo su recompensa. Hallaron la tumba vacía.
Al principio las sobrecogió el desconcierto, pero apenas pasaron unos instantes recibieron de parte de un ángel las palabras más alentadoras y un pedido desafiante. No había lugar para el temor. Jesús no estaba entre los muertos, había resucitado y ellas eran las elegidas para transmitir esa noticia, la más importante de toda la historia.
En el camino, el mismo Jesús resucitado, lleno de gloria y de poder, les salió al encuentro y nuevamente aquellas mujeres fueron transformadas por sus palabras de vida. Abrazaron sus pies, lo adoraron y luego respondieron al llamado que su salvador les había confiado. Él seguía creyendo en ellas y lo seguiría haciendo por siempre.
Más de dos mil años después, las mujeres todavía ocupamos un lugar especial en el corazón de Jesús. Seguimos siendo salvadas y amadas por un Jesús vivo que continúa creyendo y confiando en nosotras. Él nos ve únicas, fuertes y valientes, nos cree capaces de no quedar atrapadas en el pasado, de fortalecernos en el presente y de proyectarnos hacia el futuro cumpliendo el propósito por el que fuimos creadas.
Aún hoy la mirada tierna y compasiva del Salvador afirma e impulsa. El mismo poder que levantó a Jesús de entre los muertos continúa reavivando corazones vacíos y haciendo florecer almas desérticas. Sus brazos siguen conteniendo y sus palabras, activando.
No hay lugar para el temor. Él vive. Vale la pena seguir a Jesús de cerca con la mayor devoción, entrega y amor, para mostrarle al mundo entero quién es Él.