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Fe en un mundo incierto por Lucas Magnin

Los tiempos de gran incertidumbre pueden ser la excusa para entregarse al miedo o la motivación para conquistar mejores certezas. Esta es la tesis número 2 de mi libro: «95 tesis para la nueva generación«.

El humanista italiano Lorenzo Valla desenmascaró en 1440 uno de los fraudes más famosos de la historia. El documento conocido como Donación de Constantino afirmaba que, al mudar la capital imperial a Constantinopla en el año 330, el emperador Constantino había dejado a cargo del papa no solo la ciudad de Roma, sino también el resto del Imperio romano de Occidente. Ese era el fundamento de las atribuciones territoriales que el papado tenía sobre Italia y buena parte de Europa.

Lorenzo Valla

El Derecho Canónico puntualizaba lo siguiente: El emperador Constantino donó al obispo de Roma la corona imperial y toda la magnificencia imperial en Roma y en Italia y en todas las tierras que, en Occidente, pertenecen al emperador. Deben tener los obispos sucesores del Príncipe de los Apóstoles, mayor autoridad y poder en la tierra que la que posee nuestra majestad imperial.

La autoridad del papa —no solo espiritual, sino también política— sobre el emperador quedaba así legalmente establecida. Al analizar las palabras y giros lingüísticos de la Donación de Constantino, Valla concluyó que el documento no podía haber sido escrito en el siglo IV. La hipótesis más creíble situaba su redacción en el siglo VIII, como parte de una disputa contra los herederos de Carlomagno por unos territorios italianos.

La obra de Valla no tuvo grandes consecuencias en el momento de su publicación. No fue más que un rumor que circulaba en ambientes académicos. De hecho, durante un siglo más, la Donación siguió siendo considerada como verdadera por los juristas.

Sartre escribió que, cuando cae la noche y la seguridad se vuelve penumbra, hay que tener muy buena vista para poder distinguir al buen Dios del diablo. En la bruma posmoderna en la que andamos, cuesta muchísimo gritar «¡Tierra a la vista!». Somos náufragos de identidad en unos tiempos líquidos. Las generaciones que nos precedieron podían hablar de “normal”, “verdad”, “perversión”, “familia”, “éxito”, “mujer” o “bueno” a partir de implícitos acuerdos de la tradición occidental. Hoy la incertidumbre es nuestro acuerdo. Nos cuesta dejar de sospechar de todo.

La hipótesis de que existe cierta objetividad en el lenguaje ha perdido el consenso del que gozó en el pasado. Lo mejor que nos va quedando son las opiniones, los recorridos vitales, la reivindicación que pueden ofrecer las subjetividades al dar su testimonio. Cada cuerpo se aferra a la madera que puede, la que le da algún tipo de equilibrio mental. Desde ese púlpito inquieto, proclama su verdad con la esperanza de que esa voz ayude a reconstruir algún tipo de tejido social.

Y si ya la mera existencia en esta era turbulenta es un cóctel de ansiedades, problemas de identidad y angustia, ¡cuánto más el hecho de ser una Iglesia en misión! Nos sentimos acomplejados y siempre bajo el escrutinio. Nos debatimos entre dos formas de culpa: primero, la de rozar en ocasiones el fanatismo religioso; y segundo, la conciencia de lo mediocre que es nuestro testimonio cristiano.

Aunque la sensación es a menudo bastante asfixiante, hay un dato que puede darnos esperanza: la Reforma protestante brotó justamente en medio de una asfixia similar. A comienzos de 1520, entre dudas cada vez más significativas sobre la legitimidad del papado, llegó a manos de Lutero una copia de la obra de Lorenzo Valla. Fue la gota que rebalsó el vaso: la Donación de Constantino no era un título de propiedad legítimo. Eso significaba que durante siglos la iglesia de Roma había lucrado y hecho guerras sobre la base de un fraude.

Martín Lutero

Si hasta ese momento Lutero intentaba conciliar sus descubrimientos bíblicos con la institución del papado, después de esa lectura su tono cambió drásticamente. Ese mismo año publicó A la nobleza cristiana de la nación alemana y La cautividad babilónica de la Iglesia: dos tratados en los que hablaba abiertamente, por primera vez, del papa como el Anticristo.

Habían pasado ochenta largos años de incertidumbre y creciente descontento desde la acusación de Lorenzo Valla. Finalmente, las cosas cayeron por su propio peso.

Compartimos con Lutero el hecho de habitar en un ambiente intelectual de cambios profundos. A nivel político, económico, cultural y artístico, la desconfianza generalizada en las explicaciones antiguas nos arroja a un futuro incierto. Nos dijeron que el mundo tenía una forma, unos colores y una coherencia, pero al final la cosa no era tan así. Como sucedió con la Donación de Constantino, estamos tomando conciencia de muchos fraudes que algunos usaron para perpetrar sistemas opresivos e instituciones corruptas.

El vértigo que sentimos es como el de esos pajaritos a los que empujan de golpe del nido caliente. Pero es justamente en tiempos como estos, en palabras de Dave Grohl, cuando aprendemos a vivir de nuevo. Podemos llorar sobre la leche derramada y lamentarnos hablando del mundo que se nos escapa. O podemos aprovechar el vértigo y la urgencia para obligarnos a levantar vuelo de una vez por todas.

Tenemos que aprender a surfear la ola de la incertidumbre y el relativismo para poder encontrar, entre los escombros, verdades menos adulteradas y mejores certezas que las de nuestros predecesores. Henri Nouwen decía que ese duro camino es justamente el que nos permitirá ser «flexibles sin caer en el relativismo, firmes en nuestros planteamientos sin ser rígidos, espontáneos en el diálogo sin llegar a ser ofensivos, corteses y generosos a la hora del perdón sin ser excesivamente blandos, y verdaderos testigos sin convertirnos en manipuladores».

Ante las preguntas más desconcertantes que emanan de las demandas políticas, ambientales, económicas, de género, bioéticas o cibernéticas, la promesa de Jesús sigue siendo pertinente: «No se preocupen de antemano por lo que van a decir. Solo hablen lo que Dios les diga en ese momento, porque no serán ustedes los que hablen, sino el Espíritu Santo» (Mc. 13:11).

No creo que esta asfixia que sentimos represente la muerte del cristianismo. Quizás la verdad sea todo lo contrario: que estamos en la hora undécima, justo antes de un cambio inmenso, a las puertas de una nueva reforma que llegará para trastocar los tristes fraudes que algunos han hecho en el nombre de Jesús.

Lucas Magnin
Lucas Magninhttp://www.lucasmagnin.com/
Nació en Argentina. Es Magíster en Teología, Licenciado en Letras Modernas y tiene una Laurea en Comunicación. Desde hace años, busca relacionar de manera honesta la fe, el arte, la cultura y la academia. Entre sus libros se cuentan "Arte y fe. Un camino de reconciliación", "La traición suprema: triunfo y vergüenza del cristianismo en el poder" y "Cristianismo y posmodernidad. La rebelión de los santos". Como cantautor, ha publicado dos discos —"Inocencia" y "Experiencia"—. Está casado con Almendra e intenta todos los días seguir las pisadas de Jesús.

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