Joshua Bell, un violinista virtuoso de renombre, director de la orquesta San Martin of the Fields de Londres, accedió a participar en un experimento socio-musical, realizado a pedido de Gene Weingarten, un periodista del diario Washington Post, quien deseaba escribir un artículo que registrara tal experimento.
Una cámara oculta registró el evento en el cual Bell tocó su Stradivarius (uno de los instrumentos más extraordinarios, que data del año 1713, valuado en tres millones y medio de dólares) durante 43 minutos en el hall de entrada de la estación del metro L’Enfant Plaza, en Washington D. C.
El lugar, fuera de lo común, fue elegido porque su acústica era adecuada para la prueba. Tres días antes, el genio violinista había dado un concierto en un teatro de Boston (las entradas, cuyo precio promedio era de cien dólares, fueron completamente agotadas); la noche anterior al experimento, Bell había ejecutado su música en un vestíbulo de la Biblioteca del Congreso estadounidense. Joshua accedió a participar sin saber lo que ocurriría.
En la madrugada invernal del viernes 12 de octubre de 2007, se puso una remera y un gorro de béisbol como si fuese un músico callejero, y se dirigió hacia la estación del metro en un taxi (a tres cuadras de su alojamiento, para evitar que su violín se enfriara); una vez ubicado, procedió a tocar su Stradivarius en el hall de la estación durante la hora de mayor tráfico de personas, elegida para realizar el experimento.
¿Reconocerían los transeúntes y viajeros apurados yendo a sus trabajos su talento genial, o simplemente pasarían a su lado con ciertas actitudes conmiserativas? ¿Cuánto dinero recogería en el estuche de su Stradivarius? ¿Tal vez una horda de gente obstaculizaría el acceso al subte? ¿Impactaría el evento magnánimo al público enfocado en su derrotero usual, concentrado en sus cometidos?
Joshua Bell comenzó a tocar su violín a las 7:51 de la mañana; las seis piezas ejecutadas fueron dos de Bach, y otras, de Massenat, Ponce, Mendelssohn y el Ave María de Schubert. La cámara registró un total de 1.097 personas que pasaron a su lado, 27 de las cuales tiraron sus billetes o monedas al estuche del violín; solamente siete de ellas se pararon a escuchar con cierta atención.
En total, luego de 43 minutos, Bell colectó U$S 32,17; la cifra incluyó un billete de veinte dólares donado por una transeúnte que reconoció al artista por haberlo escuchado la noche anterior, y fue a saludarlo. No cabe duda: la experiencia afectó de alguna manera al genio acostumbrado a los elogios, los aplausos y las recompensas debidas a su talento, a juzgar por su relato, registrado siete años más tarde. La pregunta cabe: ¿sólo U$S 32,17 donados al genio musical, apreciado por millares de personas que habrían pagado mucho más por una sola entrada con el fin de escucharlo en los mejores auditorios del mundo?
Para dar cierre al experimento, siete años más tarde, Joshua Bell retornó al mismo lugar; esta vez, con nueve estudiantes del National Young Arts Foundation, para promover un especial de TV (HBO) titulado “Joshua Bell: A Young Arts Master Class” y compartir su nuevo álbum con varias piezas de Bach.
El experimento de 2007 demostró la influencia del contexto en la percepción de la realidad aparente en oposición a lo real; el significado atribuido a los eventos, las prioridades, y el aprecio del valor verdadero de las personas; en 2014, el evento fue todo un espectáculo.
En la misma estación del metro, patrocinado con toda pompa y ceremonia, la prensa y los camarógrafos hicieron notar su presencia; las personas vinieron no solo de la ciudad de Washington, sino de sus alrededores; se apretujaron en el atrio desde una hora antes de su función, sentadas en el piso porque el lugar era restringido a una audiencia de un par de centenares, la cual desbordó hasta llenar todo espacio posible. Algunos treparon los andamios de una construcción adyacente para oír al genio musical. Una cantidad enorme de fotografías saturaron el Instagram y otros medios sociales. El mismo Weingarten introdujo a Joshua Bell a la audiencia esta vez.
Es notorio que, siete años antes, luego de tocar cada una de las seis piezas, Bell no recibió aplausos ni reconocimiento alguno por parte de los transeúntes; en 2014, tras ejecutar el primer movimiento del concierto de Bach, un estallido de palmadas y gritos respondió a su extraordinario desempeño. Bell se sintió reconocido, apreciado y justificado. Además, aprovechó la ocasión para dirigirse a su público, diciendo: «Me apena no tener un estuche abierto para recoger las propinas esta vez…».
Consideró que tal evento «cerró» el sentir perplejo e inconcluso de su actuación anterior, afirmando y valorando su ejecución musical, ignorada y ausente siete años antes; en sus palabras, «ha sido un final perfecto».
El experimento, aunque incitado por un periodista agnóstico (pagano, según su propia confesión, The Washington Post, 14 de Octubre de 2014), arroja luz acerca de la percepción acondicionada, la atribución de significado a la realidad aparente en oposición a lo existente real; el valor adjudicado a las personas, y los prejuicios autoconfirmadores de las personas, quienes procesan toda información sensorial desde un punto de vista natural, trivial y rutinario.
Tales personas fallan en reconocer lo genial. En un sentido mayor, espiritual, estas consideraciones entran en juego cuando somos confrontados con los reclamos del Señor Jesucristo, Dios hecho carne, quien “habitó entre nosotros» (Juan 1:14).
En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por Él, pero el mundo no lo conoció. Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron. Solo aquellos transformados por su poder y renovados en sus percepciones distinguieron su gloria, lo vieron lleno de gracia y de verdad (ver Juan 1:9-11,14).
¿Somos capaces de reconocer a Jesucristo si el contexto en el cual aparece no ayuda a encuadrar la realidad tal cual es, sino que es afectada y distorsionada por las circunstancias vigentes, lo ordinario, lo común, lo trivial? ¿Somos capaces de apreciar el valor intrínseco de la persona más extraordinaria que jamás haya pisado nuestro planeta, quien en su primera venida no fue rodeado de tanta pompa y ceremonia, ni hizo alarde de sus dotes?
Tal vez seamos propensos a criticar a las personas que no reconocieron su grandeza en su tiempo; en nuestro caso, con respecto a nuestro culto, ¿podemos reconocer su ser y su presencia, adorarlo y ofrecerle un servicio sincero y agradable sin ser condicionados con cierta pompa o ceremonia, sin agregar adornos litúrgicos o música conductiva a cierto estado emocional?
Consideremos nuestros esfuerzos evangelísticos: ¿tratamos de «vender» el Evangelio puerta a puerta, para ser rechazados por personas sin lugar ni tiempo para oír el mensaje de Cristo? ¿Acaso, sin ser elitistas, arrojamos perlas a los cerdos?
¿No estamos, tal vez, en la misma situación que Joshua Bell, ofreciendo un mensaje musical a los oídos necesitados de oír los tonos divinos del Evangelio, aunque sean una audiencia ajena a tal oportunidad ofrecida gratuitamente? Cobremos ánimo y fe: sigamos ejecutando la partitura de Dios y captemos su grandeza en medio de un entorno trivial bajo el sol. Un día, todo va a salir a la luz resplandeciente de su segunda venida, esta vez con pompa y ceremonia.