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Contemplando la preciosidad de Cristo

Como cristianos, muchas veces recurrimos a Internet o libros para informarnos sobre los hombres y mujeres de Dios que, por sus acciones, quedaron marcados en la historia; de igual manera, podemos recurrir a la Biblia para seguir cronológicamente las vidas de los apóstoles o las personas que el Señor usó. Pero la excepción a la regla es Él.

Si miramos su vida como una biografía o como una “historia más”, habremos perdido la visión de la eternidad en Él, porque Cristo no se puede encerrar en un momento determinado. No fue solo cuando estuvo aquí en la Tierra como hombre, sino que Él fue, es y será el mismo hoy y siempre, para que podamos contemplar su preciosidad.

Desde su formación hasta el último día que habitó el mundo, se desarrolló igual que los demás, desde niño hasta adulto. Su estatura, su edad, su aprendizaje, todo era igual. En medio de un grupo de personas, Él era uno más. Comía, dormía, socializaba; todo lo que era “común” en cualquier ser humano. 

Pero Él tenía algo que lo hacía único y precioso: nunca cometió un pecado. No había maldad alguna, solo perfección contenida en un hombre “normal” por fuera, pero celestial por dentro. Nunca dijo algo equivocado ni se arrepintió. Su preciosidad era transmitida a través de sus acciones, esa hermosura única que nunca había sido vista desde la creación del mundo y esa perfección que sobrepasa todo entendimiento. Nadie nos amó ni nos amará más que Jesús; en sus brazos está nuestro lugar.

Los que aún no lo conocían, sabían de su existencia: oían de milagros y maravillas realizadas por el Mesías, pero veían al hombre que parecía normal. Sin embargo, su poder y hermosura era revelada a aquellos que estaban, como María, a sus pies. Se revelaba ante el que se arrodillaba, y cada paso que dio a lo largo de su vida fue perfecto, sin mancha ni arruga.

Lamentablemente, muchas veces esta no es nuestra realidad, ya que podemos estar ciegos a su preciosidad, incluso sin darnos cuenta. Esto se debe al orgullo, únicamente a eso. Mi humildad hace desaparecer la soberbia, para que su gloria brille delante de nosotros; allí vemos todo de Él, comenzamos a valorar todo su obrar en nosotros, porque tocamos el manto, tocamos su Palabra, lo tocamos a Jesús. Su preciosidad lo hace único, no hay otro como Él.

Es curioso pensar que incluso lo más hermoso que se nos ocurra, ya sea un paisaje, una melodía, nuestras mascotas, nada de eso se compara con el Creador de cada una de estas cosas. Sí, son preciosas, pero cuánto más hermoso será el original, el fundador del mundo, el Amado. Él es más precioso cuantitativamente que todas las cosas, y cualitativamente mejor que todas las experiencias. 

Cuando logro captar esto, entiendo por qué mi anhelo hacia Él es incansable, pero también mi sufrimiento cuando me alejo de su cuerpo, de su presencia, de sus brazos. Tenemos la sensación de necesitar probar todas las cosas, pero aun así, nos sentimos vacíos, y es que solo necesitamos de Él, del agua que nunca nos dejará con sed, y seremos saciados con su amor y poder, porque Él es precioso. 

Ahora nace en mí un hambre de querer verlo, pero verlo fijamente para poder contemplar su perfección. No mirarlo rápidamente, sino detenerme con todo mi ser en Él. Mateo 13:44 dice: “El reino de los cielos es como un tesoro escondido en un campo. Cuando un hombre lo descubrió, lo volvió a esconder, y lleno de alegría fue y vendió todo lo que tenía y compró ese campo”. Conseguir el tesoro es dejar todo para tenerlo solo a Él.

El Salmo 84:10 declara: “Vale más pasar un día en tus atrios, que mil fuera de ellos”.

Bernardo Stamateas, en su libro La preciosidad de Cristo, comentó: «Toda su gloria estaba escondida; nadie podría soportar su luz expresada en su totalidad. Solo gustaban de beber un poco de Él aquellos que con humildad le pedían: ‘Te quiero conocer’”.

Redacción
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