Después de siete días en un seminario de oración y retiro espiritual, me di cuenta de que la travesía árida y sombría para ser ordenado sacerdote no era para mí: levantarse a las cinco de la mañana, cantar salmos en latín con amanerados postulantes de 18 años, obligado a comer remolacha (que no me gusta) y tropezar con una sotana que me llegaba hasta los tobillos sin darme cuenta de que tenía que levantarle los dobladillos.

Aguanté siete días solo porque mi hermano Rob había apostado cincuenta dólares a que no aguantaría una semana.

A la mañana del octavo día, con las valijas preparadas y mi espíritu agobiado, fui a informarle al superior local que me iba. Él no estaba en su oficina. Para matar el tiempo, fui a la capilla a despedirme de Dios y a agradecerle por mi huida de los rigores de la vida religiosa. Para no rehuirle a lo heroico, decidí hacer algo grandioso para Él.

A pesar de que no se requería, decidí recorrer las catorce “estaciones de la cruz”, una devoción espiritual que se enfoca en la pasión y la muerte de Jesucristo. Incapaz de orar sin la ayuda de un libro, tomé uno. En la primera estación, “Jesús es condenado a muerte”, leí la oración rapidísimo, hice una apresurada genuflexión, como si hubiera olido humo en el edificio, y me apresuré hacia la estación número dos.

Me desperté, transpirando frío y gritando: “Dios, tiene que haber algo más. ¿Voy a invertir los próximos treinta años de mi vida para obtener fama, riqueza y éxito solo para descubrir de repente que eso es todo lo que hay?”.

Después de once minutos de leer oraciones y de tocar el piso con una rodilla, llegué a la decimosegunda estación, “Jesús murió en la cruz”. La rúbrica en el libro les indicaba a los adoradores que debían arrodillarse. Mientras lo hacía, doblaron a lo lejos las campanas del monasterio de las carmelitas de claustro, a unos ochocientos metros de distancia, indicando el ángelus.

Era el mediodía. Apenas pasadas las quince me incorporé con el sentimiento de que la aventura más emocionante de mi historia acababa de comenzar. Al principio de las tres horas, me sentí como un niño pequeño que se arrodilla a orillas del mar.

Pequeñas olas me bañaban las rodillas. De a poco, las olas se hicieron más grandes y me llegaron a la cintura. De repente, una ola enorme y poderosa me derribó y me arrastró a la playa. Tambaleándome, en medio de la nada, intuí que no solo estaba volando por el aire, sino que estaba siendo llevado a un lugar en el que no había estado antes: el corazón de Jesucristo.

En mi primera experiencia de ser amado por nada que hubiese hecho o pudiera hacer, iba de un lado para el otro, pasando del éxtasis apacible al asombro y estremecimiento silenciosos. El aura se podría describir mejor como “brillante oscuridad”. El momento se prolongaba en un ahora sin tiempo, hasta que, sin previo aviso, sentí que una mano tomaba mi corazón. Fue de manera abrupta y sorprendente. La conciencia de ser amado ya no era sensible y reconfortante. El amor de Cristo, el Hijo de Dios crucificado, se enfrentó a la furia salvaje de una tormenta de primavera repentina.



Como Bernard de Clairvaux escribió en su tratado sobre el amor de Dios en el siglo XI:

“Solo aquel que lo ha experimentado puede comenzar a comprender lo que verdaderamente es el amor de Cristo”.

«Nuestra respuesta a Jesús será total el día que experimentemos cuán absoluto es su amor por nosotros».

Brennan Manning, «Sobre todo».

En vez de nuestros esfuerzos conscientes por ser buenos, deberíamos permitirnos el lujo de dejar que Él nos ame, no después de acomodar los hechos y tener todos los patos en fila, no después de que hayamos eliminado todo resto de pecado, de egoísmo, de deshonestidad y de amor degradado de nuestro currículum.

No después de haber desarrollado una vida de oración disciplinada y de haber pasado diez años en Calcuta con las misioneras de la Madre Teresa, sino acá mismo, ahora, mientras hacemos este devocional juntos.

«Así podrán comprender con todo el pueblo santo de Dios cuán ancho y largo, cuán alto y profundo, es su amor. El amor de Cristo es tan grande que supera todo conocimiento. Pero a pesar de eso, pido a Dios que lo puedan conocer, de manera que se llenen completamente de todo lo que Dios es«, Efesios 3.18.

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