Fuimos diseñados y pensados por un Padre de amor con el propósito de comunicar su vida.
A través de las Escrituras encontramos al Dios creador que revela, permanentemente, Su corazón e intención a la humanidad: un deseo profundo de que sus hijos lo disfruten y lo representen en todo lugar, en toda nación. Y qué corazón lleno de generosidad, de un Dios tan glorioso, quien se impuso a Sí mismo darse a conocer en la tierra por medio de gente común y corriente como nosotros, que al mismo tiempo portamos Su imagen y naturaleza.
Solemos pensar que lo que sucedió en el Huerto tuvo que ver con una mala decisión por sus consecuencias, sin embargo, fue mucho más que eso porque implicó un cambio de posición, de propósito, de voluntad, de ambiente y de gobierno. Una vasija creada para permanecer llena de lo eterno e inundar la tierra de la imagen de Dios ahora era un recipiente colmado de sí mismo, de sus propios deseos y ambiciones. El corazón del hombre cambió su configuración original y se colocó bajo mando del “yo”.
No hay nada que seduzca más a nuestro corazón que las propuestas del “yo”. Creo que todos en algún momento de nuestras vidas hemos estado bajo sus efectos de forma consciente o poco consciente. Hemos sido intoxicados por esta sustancia corrupta que nos lleva una y otra vez a vivir para nosotros mismos.
Nuestro “yo” siempre busca su propia gloria, sus beneficios y ventajas, por consiguiente, se planta en sus necesidades y nos da una identidad sostenida por trofeos externos e individuales. Sus capacidades brillan tan fuerte que nos encandilan, tiene argumentos muy sutiles y hasta “espiritualizados”, así que no hay ídolo más grande y pesado que el “yo” que se erige como señor de un trono que no le pertenece.
Uno de mis pasajes favoritos de las Escrituras está en libro:
“Miramos a este Hijo y vemos al Dios que no se puede ver. Miramos a este Hijo y vemos el propósito original de Dios en todo lo creado. Porque todo, absolutamente todo, arriba y abajo, visible e invisible, rango tras rango de ángeles, todo comenzó en Él y encuentra su propósito en Él”. (Colosenses 1:16)
Y aquí, ante nuestros ojos, una noticia extraordinaria: por encima de la independencia y emancipación del hombre lo eterno se abrió camino en lo temporal, proveyéndonos en Cristo, y por medio de la obra de la cruz, el poder de ser reconectados con el deseo intenso del corazón de Dios de darse a conocer en las generaciones.
Después de que el hombre despreció comer del árbol de la vida, se trazó un camino de autosatisfacción. Sus necesidades se convirtieron en la fuente de sus decisiones y comenzó a edificar para su propio beneficio. No obstante, quien ha sido traspasado por la muerte, la sepultura y la resurrección del Señor no puede seguir viviendo para sí mismo; esta es la mayor evidencia de la obra de Cristo en el ser humano. Cuando contemplamos a este Hijo de amor, no podemos dejar de reconocer que “por medio de Él y para Él son todas las cosas”.
“Todo en nosotros se solventa en su gracia; la gracia es el lugar en el cual somos saturados constantemente de la aceptación y aprobación del Padre para vivir su voluntad”.
El “yo” gobierna con vacíos y nos hace adictos a nosotros mismos, pero el gobierno de Cristo es plenitud y abundante gracia, pues somos todo lo que Cristo es para el Padre. Su voluntad y soberanía son nuestro descanso, no tenemos que utilizar nuestro ingenio de ninguna manera para que nos acepte, sino que estar sujetos y escondidos en él será suficiente para caminar en las obras que preparó de antemano.
Una generación que vive para responder a los deseos del Padre permanecerá vulnerable y humillada bajo la poderosa mano de Dios. Además, tendrá un profundo deseo de ser perfeccionada y transformada en su interior, en lugar de ser exaltada; no sustituirá logros por madurez, no buscará atajos ni saltará procesos, sino que transitará el camino de la cruz, ese que dejó en Pablo las señales de uno que había encontrado en la obediencia permanente el único sentido de sus días.
Somos trofeos de la gracia divina, conquistados por los deseos de un Padre de amor, participantes de una nueva creación: una creación que solo vive para expresar la gloria de Dios en los días que vivimos. El “yo” tiene un final: una vida crucificada cuya única propuesta es darle a Dios todo lo que Él desea recibir por medio de Cristo.
El “yo” intenta, se esfuerza, pero no puede proveer a Dios nada verdadero, sin embargo, todo lo que nace de Cristo en nosotros constituye adoración verdadera.