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Discernir el cuerpo de Cristo en nuestra congregación

Unos años atrás visité una congregación en una de las grandes ciudades de nuestro continente. No llegaba como orador invitado, lo que suele garantizar otra clase de recepción, una que no siempre ofrece un fiel reflejo de la vida de la congregación.

En esa ocasión simplemente acompañaba a algunos amigos que se reunían allí. Al terminar el encuentro salimos a un patio interior. En breves instantes, la mayoría se había integrado a los animados intercambios típicos de muchas de nuestras reuniones, compartiendo saludos, abrazos y alegres conversaciones.

No obstante, no tuve el privilegio de participar de este momento de comunión. Al no ser de la congregación, pasé los próximos veinte minutos completamente solo. Muchas personas pasaron al lado mío, pero apenas uno o dos se detuvieron para saludarme rápidamente, antes de buscar a personas con que se sentían más a gusto. Al parecer, las risas, las conversaciones y la camaradería estaban reservadas para los «de la casa». Finalmente, profundamente incómodo ante tan obvia descortesía, hui hacia la calle. 

«Pero al darles estas instrucciones» —le escribía Pablo a la iglesia en Corinto—, «no los alabo, porque no se congregan para lo bueno, sino para lo malo» (1Co 11.17). La declaración del apóstol debería activar algunas alarmas en nuestro interior que hacen tambalear nuestra cómoda rutina evangélica. El texto, en efecto, señala que ¡la práctica de congregarse no siempre es edificante!

Puedo decir, con toda seguridad, que cuando acompañé a mis amigos a su reunión no me sentí edificado. Al contrario, tuve que esforzarme por recuperar un espíritu apacible y bondadoso, pues salí bien molesto del encuentro. «Si yo, que soy de la familia de Dios, me siento tan poco bienvenido» —pensaba—, «¿qué podrá sentir aquella persona que nunca antes ha llegado a una reunión de la iglesia?» Tristemente, esta clase de recepción es demasiado común entre nosotros. 

¿Cuáles son las características de una reunión que solamente sirve «para lo malo»? El apóstol señala al menos dos elementos: las divisiones y el individualismo.

Las divisiones son el resultado de hacer una selección de las personas para separarlas en diferentes categorías. El resultado natural de este proceso es otorgarle ciertos privilegios a un grupo por encima de los demás. No hará falta informar de nuestra decisión a los que han quedado excluidos. ¡Nuestra indiferencia hablará con mayor elocuencia que las palabras! 

La otra actitud que identifica Pablo es el que cada uno se ocupaba solamente de sus propias necesidades. «Porque al comer, cada uno toma primero su propia cena, y uno pasa hambre y otro se embriaga» (11.21). Para corregir esto, el apóstol los anima a que se «esperen unos a otros» (11.33).

«El afán por asegurar una bendición personal, en estos tiempos, ha alcanzado niveles alarmantes».

Chris Shaw

Muchos asisten a las reuniones con una sola inquietud en el corazón: «¿qué me dejará a mí este encuentro?» Pocos llegan a la iglesia pidiendo al Señor: «úsame este día para hacerle bien a alguien en nuestro encuentro».

Tales actitudes, señala el apóstol, son la más auténtica muestra de un desprecio por «el cuerpo de Cristo» (11.29). Son una ofensa, porque contradicen la esencia de la misión que emprendió el Hijo de Dios, una misión que tuvo como eje central restaurar una comunidad donde los intereses del otro pasan a ser nuestra prioridad. Su sacrificio posee una dimensión comunitaria que no puede ser extirpada del Evangelio. Desde tiempos inmemoriales, siempre se ha extendido hacia algo más que nuestra propia redención personal. Aún mientras irrumpe en nuestras vidas, nos indica: «te he bendecido para que seas bendición».

La actitud que señala Pablo para el pueblo de Dios, entonces, debería ser común entre nosotros: «No hagan nada por egoísmo o por vanagloria, sino que con actitud humilde cada uno de ustedes considere al otro como más importante que a sí mismo, no buscando cada uno sus propios intereses, sino más bien los intereses de los demás» (Fil 2.3–4).

El sacrificio de Cristo abre el camino para la existencia de una comunidad que presenta un dramático contraste con una sociedad en el que el egoísmo es la característica que la distingue. Debe ser un pueblo que proclama, en términos inequívocos, que todos, ante el Creador, tienen un valor inestimable.

Unos meses más tarde me tocó visitar una preciosa congregación en México. A lo largo de las cuatro horas que compartí en ese lugar no dejaron de acercarse a mí diferentes individuos para saludarme, darme la bienvenida y extenderme, en el nombre de Cristo, una especial bendición. El gozo de ser pueblo de Dios era, en este lugar, literalmente, una realidad palpable. ¡Qué gusto estar entre tales hermanos!

Esta es la Iglesia que anhelamos ver en estos tiempos, una cuya pasión por Dios es también una pasión por las personas que encuentra irresistibles el Señor. Una Iglesia en que el amor generoso provee un marco seguro para crecer sin la presión de aparentar ser lo que no somos. Una Iglesia que seduce a muchos por las preciosas cualidades de las personas que la conforman.

Estas manifestaciones no son naturales al ser humano. Abramos, entonces, los espacios necesarios para que el Espíritu pueda producir en nosotros la dramática conversión que transforma a un grupo de individuos en la preciosa comunidad de Cristo. 

Christopher Shaw
Christopher Shaw
Christopher Shaw es un predicador, conferencista y escritor argentino. A lo largo de los años, sus charlas, capacitaciones y escritos han bendecido a cientos de personas, permitiéndole llevar el mensaje del Evangelio a distintas partes del mundo. Es autor de los libros “Alza tus ojos”, “Dios en Sandalias” y “De día y de Noche”. Christopher está casado con Ruth Caballero y tiene tres hijos y dos nietos.

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