Los niños juzgan las cosas por cómo se ven. Si le das dos cajas a un niño, una grande y una pequeña, elegirá la más grande. Si bien puede que la más pequeña contenga algo mucho mejor, el niño escogerá la más grande porque solo se fija en el exterior.
Los creyentes que son inmaduros espiritualmente también suelen estar pendientes del exterior. Los pecados externos se pueden ver con mucha claridad, pero los pecados internos casi nunca se pueden ver. Dios quiere santificarnos de espíritu, alma y cuerpo. Sin embargo, muchas veces hacemos un problema solo de las cosas de la carne: el sexo, el acohol, el tabaco, las drogas, la forma en que vestimos, etc. Los pecados que no podemos ver tienen muchas más consecuencias. Es más, si no vencemos los pecados internos, nunca podremos liberarnos de los superficiales tampoco.
Cuando digo pecados internos, me refiero a los pecados del alma, como el orgullo. Nunca he visto a un hermano ser disciplinado o apartado de la mesa del Señor por ser soberbio. Si fumara sí, por ejemplo, pero podría ser la persona más arrogante y no recibir una disciplina. Las divisiones, la ambición y el abuso de poder también son pecados, como la terquedad. La envidia es uno de los peores pecados de la iglesia, especialmente entre los líderes, pero nunca lidiamos con eso. Nos enfocamos en la fornicación, el adulterio y la bebida, aun sabiendo que todos estos pecados están al mismo nivel.
Pero si miramos en lo profundo, más allá de estos hay otros pecados del espíritu más íntimo del hombre: los pecados de la conciencia y la desobediencia a la voz interna del Espíritu. Nuestra obediencia a Dios no consiste solo en guardar los mandamientos escritos, sino en decirle sí de todo corazón a los impulsos del rey que vive dentro nuestro.
El Rey es una persona, no es un libro en la mesa, sino una persona que vive en nuestro interior. Vivir con Él va más allá del libro. A Moisés se le ordenó que hablara con una roca. En lugar de eso, la golpeó, salió agua y ninguno de nosotros lo hubiese juzgado, nadie en la iglesia lo hubiese disciplinado, sin embargo, él sabía lo que Dios le había pedido, pero lo hizo a su manera y Dios lo disciplinó.
«Los pleitos y las divisiones en las denominaciones son naturales en los niños».
Juan Carlos Ortiz
Pablo dice: «Yo, hermanos, no pude dirigirme a ustedes como a espirituales, sino como a inmaduros, apenas niños en Cristo… Mientras haya entre ustedes celos y contiendas, ¿no serán inmaduros? ¿Acaso no se están comportando según criterios meramente humanos?» (1 Corintios 3:1, 3)
A mi me parece que, muchas veces, lo que llamamos doctrinas son meras tradiciones de nuestras denominaciones. Cuando fui al seminario bíblico, fui a aprender acerca de la Biblia, pero, en lugar de eso, me enseñaron las doctrinas de mi denominación y utilizábamos la Biblia para probarlas.
Estamos tan condicionados por nuestras tradiciones que si realmente queremos hacer la voluntad de Dios, Él tendrá que abrir nuestras cabezas, quitar nuestros cerebros, lavarlos con detergente, cepillarlos y ponerlos nuevamente en la posición correcta.
Las doctrinas, a veces, se convierten en ídolos. ¿En qué? Sí, en ídolos. Te enseñan que para ser salvo debes creer en Cristo y en el milenio; o debes creer en Cristo y en la Iglesia bautista, entonces eso se convierte en un ídolo.
La Biblia es como la estrella que nos guía hasta el pesebre, pero no adoramos a la estrella ni al pesebre. Si hacemos que los medios sean el fin en sí mismo, nos volvemos idólatras.
Pablo dice: «Si hablo en lenguas humanas y angelicales… Si tengo el don de profecía y entiendo todos los misterios y poseo todo conocimiento, y si tengo una fe que logra trasladar montañas, pero me falta el amor, no soy nada» (1 Corintios 13:1-2). Veamos esto: lenguas humanas y angelicales, profecía, sabiduría de Dios, misterios, fe que mueve montañas, todo este poder sin amor no es nada.
Entonces, ¿cuál es la forma correcta de practicar el bautismo o cualquier otra actividad de la Iglesia, si no hay amor? Si todo este poder y sabiduría de Dios no es nada sin el amor, todo menos amor es igual a nada. Nada más amor es igual a todo. ¡Aleluya!