Si te digo que lo tenés todo, y ya no necesitas nada, ¿me creés? ¡Así como lo estás leyendo! No te hace falta nada, porque ya lo tenés todo. Este principio es contrario a lo que escuchamos diariamente en nuestro entorno. Nos vemos rodeados por un mundo que corre una carrera sin fin, persiguiendo cosas, y al alcanzarlas, vuelve a correr por más. ¿Por qué sucede esto? Porque para nuestro corazón humano nada es suficiente, nada lo sacia. Siempre hay más.
Pero para quienes estamos en Dios, no hay nada más fuera de Él. Nada es más alto, ancho y profundo que nuestro Rey, porque su persona está en todo y es todo. En Cristo encontramos cuanto deseamos o necesitamos, porque Él es el todo en todos. De repente, aquello que antes fue valioso para nosotros, cae y se hace igual a nada. Esos tesoros terrenales pierden valor; porque encontramos uno mayor y de mejor calidad. Él se hace inigualable en nuestra vida.
La Biblia cuenta muchos ejemplos de personas que experimentaron esto, pero hoy quiero compartirte uno específico: el apóstol Pablo. Hechos 21 narra el viaje de Pablo hacia Jerusalén. En un momento, un hombre le profetiza a Pablo que será atado y encarcelado en dicha ciudad. Quienes estaban con él, al oír esto se angustiaron y empezaron a pedirle que no fuera a Jerusalén, a lo que Pablo les respondió:
Los creyentes, viendo que no podían hacer nada para detenerlo, dejaron de insistir y dijeron: “Que se haga la voluntad del Señor”.
Pablo estaba dispuesto a morir porque Él sabía el tesoro que ya tenía. Su vida terrenal no era una atadura, ni mucho menos su cosa más preciada, porque desde aquel día en el que la luz lo cegó y derribó, sus ojos encontraron una vida mayor, inigualable, superior a la que él conocía. La vida divina, eterna y única de Jesús se añadió a Pablo.
Hace unos días, en mi iglesia estábamos compartiendo sobre un avivamiento; al respecto, oigo decir a mi pastora que las personas se quedaban tres días y tres noches ininterrumpidas en la iglesia. Entonces, pensé: “Pero dejaban todo de lado: su casa, su trabajo, sus estudios”. Y el Señor me respondió: “Es que descubrieron que no hay mayor riqueza que esta: vivir completamente para mí”. El tesoro más grande, nuestra corona en esta vida, es vivir para Él. No es ser exitoso, reconocido, un alumno de 10, ni terminar la carrera (aunque nada de eso es “malo”), Sin embargo, para los hijos de Dios, no es nuestra corona. Nuestra corona es tener una vida completamente dispuesta para Jesús. Es vivir lo que vivió Pablo, saber que esta vida ni se compara a vivir la eternidad ahora mismo. Pablo vivía la eternidad en medio de la temporalidad, porque sabía que el mayor tesoro era vivir una vida temporal y eterna, juntamente con Cristo.
Cuando tus ojos ven, a cara descubierta, la gloriosa imagen de Jesús, nada más necesitas en tu vida. Con tan solo verlo a Él será suficiente para vivir plenamente esta vida pasajera. La lucha y la ansiedad, la insatisfacción y el deseo de correr por más desaparecerán al probar un poco de Jesús, porque morimos a nuestra vida, y en esa muerte probamos que la misma gracia que encontró y transformó a Pablo es suficiente para nosotros. Y eso nos permite poder declarar con todo nuestro corazón lo siguiente:
La sumisión a Dios es la puerta a una vida plena, porque vemos que el mayor tesoro vive en nuestro interior. Vemos brillar el oro que hay dentro de nosotros. Si nunca recibiste a Jesús en tu corazón, te invito a hacer la siguiente oración: “Jesús te doy mi vida. Abro mi corazón para que vos puedas entrar y hacer en mí lo que quieras. Te reconozco como mi Señor y Salvador; y declaro que a partir de hoy voy a vivir solo para Vos. Amén”.
¡Ya está hecho! ¡El oro vive dentro de vos! Ahora tenés todo lo que necesitas.
Disfruta del mejor regalo, que es vivir la vida con Él.
Cuando nosotros, al morir, partamos a estar con Él, no importará si estamos “al lado del Trono” o “en las primeras filas del Cielo”. ¡Eso no existe! Toda la inmensidad de su presencia hará que todos seamos llenos de Él; su deleite y su luz admirable estarán en todos, dado que no habrá espacio, ni lugar ni tiempo. Y eso mismo lo podemos experimentar ahora cuando Él nos llena, y no hay lugar, rincón, ambiente, circunstancia ni nada, porque Él lo llena todo”. —Bernardo Stamateas