Han pasado casi treinta años, y me encuentro tratando de hacer memoria de nuestra llegada a Minsk, Bielorrusia. 

Al poco tiempo de haber caído la cortina de hierro llegamos a Minsk, aún no se habían hecho cambios en la forma de vivir bajo el comunismo. Todavía se podían ver en las calles camiones viejos pintados como los que van a la guerra (camuflados), donde llevaban la leche, “Malako”.

Creo que fue una vivencia llena de aprendizajes y muy interesante en todos los aspectos. Primero por la inexperiencia que teníamos en todo sentido. Imagínense, fuimos en un largo viaje desde Córdoba a Buenos Aires, de ahí a Moscú, para luego tomar el tren a Minsk, y llevábamos muchas valijas y hasta cajas de cartón.

Llegamos durante un feriado de tres días, creo que era el día de su independencia. Nos alojamos en el Hotel Academia Navuk, que después de muchos años nos enteramos que era un hotel alojamiento. Un día pasábamos por allí con unas hermanas de la iglesia y les dijimos que en ese hotel habíamos pasado nuestros primeros días, ellas dijeron: “¡No!, ¿allí?”. No sabíamos nada. Entonces entendimos muchas cosas “raras” que pasaban en ese hotel.

En esos tres primeros días estaba todo cerrado y no podíamos conseguir nada para comer. Por eso solo comíamos unas rodajas de pan con un pedacito de tomate y hojitas verdes (no sé qué eran). 

Otro punto complicado fue poder alquilar donde vivir, porque no existía el negocio inmobiliario y había poco o nada de departamentos disponibles. 

Igual de difícil fue conseguir ropa adecuada porque nosotros no teníamos suficiente abrigo para los fríos bajo cero que había en Minsk. Para esto íbamos al estadio de futbol “Dinamo” los fines de semana, donde algunas personas vendían sus productos: ropa, electrónicos, comida, bebidas, cosméticos y ropa interior. 

La idea de ir a una frutería, despensa o súper para conseguir alimentos no existía. Comenzamos a practicar el “ejercicio de las compras”, donde a veces salíamos con valijas de viaje y recorríamos las calles entrando a todos los locales que parecían vender algo, sin saber lo que había adentro. Generalmente eran grandes locales con mostradores y en algunos de ellos se podía encontrar algunas pocas cosas variadas. Toda la familia participaba en esta experiencia de la compra la cual nos tomaba mucho tiempo. ¡Lo bueno es que caminábamos mucho!

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Ximena con las compras hechas en Polonia

Además, queríamos evitar comprar productos locales porque sabíamos que la radiación de Chernóbil había afectado todo el suelo y con ello todo lo que se producía y caminaba sobre él. Es decir, tanto la carne, la leche, manteca, queso, frutas y verduras estaban contaminados con la radiación. Tratábamos de conseguir alimentos enlatados (conservas) y productos fabricados en otros países.

A pesar de la radiación, estábamos continuamente con los hermanos de la iglesia y tanto ellos como nosotros comíamos todo lo producido en Minsk. Recuerdo que decía “Dios, ¡inspírame! ¿Qué cocinaré hoy con estas dos latas y algo más para que comamos seis?”

«Hubo tiempos muy complicados para conseguir lo elemental, tanto de comida como de limpieza e higiene».

Algunos días, Federico viajaba a Polonia en tren a la mañana, compraba todo lo que necesitábamos, y volvía por la tarde con valijas llenas de alimentos y productos considerados de “lujo” como el detergente y papel higiénico.

Recuerdo a los jóvenes de la iglesia impactados por ver cómo quedaban limpios los vasos al lavarlos con detergente y pedían lavarlos. El comunismo les había enseñado que era suficiente lavar solo con agua caliente, por eso les gustaba ver que con el detergente quedaban transparentes. Cosas que quizás para cualquiera eran elementales, pero para ellos no era lo normal.

Así también los elementos que nuestros hijos necesitaban y acostumbraban usar para sus deberes, como cartulina y papel glasé o de colores, allí no existían. Para las ilustraciones de las clases bíblicas usábamos las cajas de los alimentos.

La reflexión es que, a veces, acostumbrados a tenerlo todo a la mano, nos cansamos cuando tenemos que “ir al supermercado y después descargar todo”, sin entender todo lo que tenemos y la facilidad de conseguirlo. Lo digo porque en Minsk pasábamos día tras día recorriendo la ciudad para conseguir lo básico.

A pesar de todo esto, El Señor nos ayudó y sorprendió con todo lo que pudimos hacer. Él fue, es y será siempre fiel.

Eduardo y Edith Sosa Gómez fueron misioneros en Bielorrusia junto a sus hijos Sebastián, Federico y Ximena. Hoy están en Málaga – España. Dios ha usado y sigue usando sus vidas grandemente.