En ocasiones el enojo puede tomar lugar en nuestra vida, provocando que estemos irritables, molestos e incluso a la defensiva ante cualquier mínima conversación.
En un panorama así, no hay diálogo, sino que hay una guerra que ganar, lo que implica que el otro pierda. Ceder es visto como debilidad, decisión que hay que evitar a toda costa. Justamente evitar y postergar es un elemento clave de esta emoción. ¿Postergar qué? Una comunicación saludable.
Al callar, no enviamos un mensaje claro, porque los demás no logran comprender nuestras intenciones y lo que interpretan son nuestras acciones, las cuales pueden ser desproporcionadas en intensidad y estar aparentemente desconectadas de la situación. Ante un panorama como este, un principio que nos puede ayudar a poner en orden nuestro ser interior y nuestras relaciones es: Nuestras emociones se regulan, no se anulan.
El enojo es una emoción universal en los seres humanos. Su función principal es ayudarnos a registrar que algo está mal, que está ocurriendo algo injusto, que un límite está siendo pasado y necesitamos poner un freno, entre otros. Esta emoción cumple un rol sumamente importante para ayudarnos a adaptarnos a nuestro entorno, pero si no aprendemos a regularla, tiene un gran potencial para destruir diferentes áreas de nuestra vida. Si tratamos de guardar constantemente todo lo que sentimos, tarde o temprano esto saldrá, pero de una forma desbordada e incluso hiriente hacia los demás. El enojo puede dañar nuestros vínculos y la confianza se puede perder en minutos por una reacción desmedida. Es por esto que insistimos en que es mejor reflexionar antes que reaccionar.
Esta emoción también puede ser resultado de la frustración
Recordemos que esto viene del incumplimiento de nuestras expectativas. Si esperamos que el otro nos comprenda inmediatamente y no ocurre, el enojo es la emoción que experimentaremos. Por eso, poner expectativas en los demás no es garantía de que estas se cumplan. Esperar de las personas una acción, una decisión o una actitud no es igual a que pase. Tanto los demás como nosotros no tenemos la obligación de hacer lo que el resto espera. Reflexionar en esto puede darnos las llaves a puertas que están cerradas durante años en nuestra vida. Podemos estar en un patrón constante de frustración y no entender el motivo.
Un gran ejemplo de cómo regular las emociones fue Jesús. El celo por su casa lo consumía, y puso un límite a la corrupción que se presentaba justo en la entrada de la sinagoga (Jn 2:13-17). Él tenía una meta clara e intervino para detener todos los negocios que estaban ocurriendo en el templo, pero en ningún momento pecó. Es importante distinguir que enojarnos no es pecar, pero sí puede llegar a serlo si no trabajamos en cómo expresar nuestros pensamientos.
No dejemos que esto crezca en nuestra vida (Ef. 4:26, Sal. 37:8, Prov. 14:29). Tenemos una misión en medio de un contexto que poco a poco se vuelve cada vez más oscuro, y es ser una generación que muestre la luz, no propia, sino la de Cristo. Y una de las formas de lograrlo será la unidad (Jn 17:21-23). Esta será una muestra sorprendente que le dará veracidad y firmeza a todo lo que predicamos. Nuestros hermanos en la fe no son el enemigo, erramos al blanco si disparamos contra aquellos que son parte de nuestro mismo equipo (Ef. 6:12; 4:31-32).
El regreso de Jesús se acerca y para ser esa iglesia preparada necesitamos tomar decisiones, quitar todo obstáculo en nuestra vida que nos impida expresarlo. Es fundamental crecer en una madurez integral, regulando nuestras emociones para alinearlas al propósito eterno. Escuchemos la información que nos entrega el enojo, no para dañar, sino para construir.