Hace un año, y sin saber que estaba a un par de meses de quedar encerrado en casa solo a causa de la pandemia, me embarqué en una aventura. Fue tan solo una semana, pero con un montón de momentos memorables.
Momentos a solas con Dios en el desierto, momentos invaluables con amigos, risas, lágrimas, duelo, esperanza, cumplir un sueño, aceptar los rotos y aprender a soñar de nuevo.
Entre todo eso, y aventurando en la antigua ciudad perdida de Petra, decidí salir del camino de los turistas para ver y conocer lo que los demás no veían. Me encontré con estas dos niñas que con sus sonrisas intentaron venderme todo lo que traían y, al darse cuenta de que yo tampoco tenía dinero, se dieron por vencidas. Pero qué emoción cuando recordé que justo tenía tres manzanas en mi mochila.
“Tendrían que haber visto sus sonrisas cuando se las di y vieron que yo no quería nada a cambio”.
Nos sentamos a disfrutar las vistas e intentar tener una conversación mezclando palabras entre el árabe y su idioma beduino. A ellas les llamaba la atención todo lo que yo tenía, como si hubiese sido un extraterrestre que llega con un montón de artefactos increíbles, desde mi mochila con un millón de bolsillos, hasta la tablet con la que estaba sacando fotos.
Pero nada les hizo más ilusión que el momento en el que vieron que tenía un lápiz, sus ojos de repente brillaron porque era algo que reconocían y, en un acto de valentía, dejando de lado su vergüenza y timidez, una de ellas dijo “For school, for me, please” (para el cole, para mí, por favor), me estaba pidiendo que le regalara el lápiz.
Me dio un vuelco el corazón y se lo di sin pensarlo, pero… “sister?”, me decía, mientras me hacía señas de que su hermanita también necesitaba uno. En ese instante recordé los millones de lapiceros que siempre me encuentro tirados en casa o en el trabajo y que la mayoría de veces molestan y no sabes qué hacer con ellos, hasta que, por supuesto, en el momento que necesitas uno, no los encuentras.
Comencé a buscar en mi mochila con la esperanza de que hubiese, aunque sea, un solo lápiz al fondo de todo, algo que pudiese hacer a la niña sonreír, comencé a imaginarme lo contenta que estaría la siguiente vez que le tocase ir a clases y ese momento en donde sacas tu lápiz nuevo y se lo muestras a tus compañeros con emoción porque te acabas de convertir en el más buena onda de la clase.
Entré en pánico por un segundo porque pensé no tener nada más, hasta que por fin, al fondo de todo, escondido entre el jersey que tuve que quitarme antes por el calor que hacía mientras trepaba entre las rocas, encontré un boli.
«Pero no era cualquier lápiz, era mi favorito, ese que había guardado por cinco años y que me recordaba lo espectacular que había sido aquel viaje a Kenia».
Seré sincero, por un segundo quise dejarlo allí y decir que lo sentía, que no tenía más lápices. “¡Pero Joeeeeeeeeeeeel!”, oí esa voz de dentro que me decía que no podía ser tan egoísta, que tenía que soltarlo, y volví a ver sus sonrisas expectantes, sus ojos brillantes que con ilusión y ansiedad seguían esperando que encontrase un lápiz más, en la que parecía ser la mochila mágica de Mary Poppins.
¿Cuántas veces menospreciamos lo que tenemos? ¿Cuántas veces nos centramos egoístamente en lo que tienen los demás? Sin darnos cuenta de la bendición y el regalo tan grande de lo que ya tenemos. Como poder tener un lápiz con el que escribir, aprender y soñar.
¿Tienes un lápiz?
Lito Skrie
Dios es bueno, me ha dado el privilegio de trabajar como director ejecutivo de una ONG en el centro de Madrid, en un barrio especial donde conviven 80 nacionalidades, además de estar pastoreando el grupo de jóvenes adultos en la Iglesia Internacional de Madrid. También formo parte del equipo de traducción de la iglesia, ya que todo se hace en inglés y español.