Hoy en día veo a muchas personas que dicen amar a Dios, pero muy pocas compadeciéndose de la necesidad del otro.
A muchos nos gusta la parte del mandamiento que dice que debemos amar a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra mente y con toda nuestra alma, pero nos cuesta poner en práctica la parte de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos.
Parte de este problema tiene que ver con tener un mal concepto de quien es nuestro prójimo, y parte de ese problema tiene que ver con el hecho de que por muchos años nos inculcaron la idea de lo cristiano y lo mundano (ejemplo; “no te juntes con tal persona porque es mundana”).
Se nos hace difícil sentir que nuestro prójimo es el chico que se droga en la esquina, o la mujer que se prostituye en la ruta. Es más fácil amar al ujier que nos recibe con un abrazo y una sonrisa en el rostro en la entrada de la iglesia que amar a la chica que porta el pañuelo verde.
En la parábola la figura del prójimo está representada por la figura de un extranjero, el samaritano, una persona ajena a la cultura judía, de un pueblo rival o contrario.
“Pero un samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba el hombre y, viéndolo, se compadeció de él. Se acercó, le curó las heridas con vino y aceite, y se las vendó. Luego lo montó sobre su propia cabalgadura, lo llevó a un alojamiento y lo cuidó. Lucas 10: 33-35
Muchas veces nos va a tocar ayudar a personas que no comparten nuestra fe, quizá a personas que no tienen nada que ver con nuestra costumbres o principios; pero Dios no mira lo que mira el hombre, Dios mira el corazón.
Sabemos que no somos salvos por nuestras obras, es decir; no todo el que ayuda es salvo, pero todo salvo, que entendió la gracia de Dios, extiende su mano en amor al prójimo.
¿Podemos amar a Dios y omitir amar al prójimo? Pues no, en 1 de Juan 4:20 dice:
“Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; porque el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios a quien no ha visto.”
«La forma en la que vemos a los demás habla mucho de nosotros y de cómo está nuestro interior»
Entonces, ¿Qué vemos cuando vemos a los demás? ¿Vemos a un enemigo? ¿A un extranjero? ¿Un mundano?
Debemos aprender a mirar a los demás con los ojos de Dios, con lazos de amor. Entendiendo que nosotros tampoco merecíamos ser amados por Dios, sin embargo, igual nos amó.
Si crees que no podés amar, si te está costando amar o estás imposibilitado de hacerlo, no te preocupes, ve a la mayor fuente de amor que existe, ¡Dios! Mientras más nos llenemos de Él, más amor tendremos para dar.
No seas el sacerdote que tomó otro camino, no seas el levita que pasó de largo. Sé como aquel samaritano, que no se fijó en la apariencia ni en la nacionalidad, sino que vió la necesidad y accionó. Y no se desligó del necesitado después de haberlo ayudado, sino que se encargó de que siguiera bien incluso en su ausencia.
Jesús no se rodeó de personas perfectas, se rodeó de personas imperfectas que se perfeccionaron en Él. Detrás de cada persona hay un tesoro, hay un propósito, un llamado. Aún en las personas que menos imaginamos.
Te sorprenderás de lo mucho que puede hacer el Señor; así como lo hizo en tu vida, lo seguirá haciendo en la vida de los demás. Y recuerda, quien ama a Dios ama al prójimo.