Oramos porque la palabra de Dios abunda en nuestro corazón.
Cuando el espíritu del hombre satura de Gracia y Verdad, la gloria de Dios se vuelve visible a los hombres (Juan 1:14). La gloria de Dios es la imagen misma del Dios viviente, haciéndose visible por medio de lo creado —en este caso nosotros—.
Siempre hemos escuchado lo “difícil que es orar” y mantener una “vida de disciplina en la oración”. Sin embargo, la oración no requiere disciplina ya que no es una práctica humana. Nadie se coloca una disciplina para vivir, pero sí para ejercitarse; ¿cuál es la diferencia? La diferencia está en que la primera es una vida, y la segunda una práctica humana.
Hay una gran diferencia entre hábito y disciplina. Solo necesitan disciplina quienes no tengan el hábito para ciertas cuestiones de la vida. Por ejemplo: si no tienes el hábito de ejercitarte, entonces deberás disciplinarte; si no tienes el hábito de higienizarte, entonces deberás disciplinarte, colocando momentos exclusivos (día, hora, lugar, etc.).
Oramos por causa de lo que nos habita. Dime quién te habita y te diré qué hábito tendrás. De ninguna manera debemos auto-condenarnos en este momento si sentimos que no tenemos este hábito. Pero sí debemos entender que si la Vida de Dios crece en nosotros, nos encontraremos con hábitos que fluirán en nosotros por Gracia.
¡Ánimo! La oración necesita abundante gracia para fluir, y esa abundante Gracia ya fue provista en la cruz del calvario, para que podamos hacer todo aquello que escapa de nuestras habilidades y capacidades humanas.
Humanamente no sabemos orar. Por esta razón nos fue dado el Espíritu Santo para que nos ayude a hacerlo (Lucas 11:1 / Romanos 8:26), mientras tanto, haremos que la Palabra de Dios abunde en nosotros, para que el Espíritu Santo tenga herramientas suficientes para llevarnos más profundo en esta maravillosa vida de oración.
16 La palabra de Cristo more en abundancia en vosotros, enseñándoos y exhortándoos unos a otros en toda sabiduría, cantando con gracia en vuestros corazones al Señor con salmos e himnos y cánticos espirituales.17 Y todo lo que hacéis, sea de palabra o de hecho, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de Él.
¿Para qué oramos?
Oramos para que, en todo, Dios sea glorificado. Dios es glorificado cuando nosotros, en primer lugar, podemos ver y entender la realidad eterna en la cual habitamos. El apóstol Pablo, en varias de sus cartas, expresa el motivo de sus oraciones por la Iglesia. Veamos un ejemplo:
“… haciendo memoria de vosotros en mis oraciones, para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de él, alumbrando los ojos de vuestro entendimiento, para que sepáis cuál es la esperanza a que él os ha llamado, y cuáles las riquezas de la gloria de su herencia en los santos, y cuál la supereminente grandeza de su poder para con la cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos y sentándole a su diestra en los lugares celestiales…”
Si bien son muchas las razones por la cual el espíritu de Dios nos conduce a orar, hoy mencionaremos esta, que a nuestro criterio, es una de las más importantes y que de aquí subyacen todas las demás.
La palabra “para” indica propósito. Firmemente creemos que sin sabiduría y sin la revelación de quién es Él, es imposible comprender la magnitud de Su Propósito y de Su Realidad.
Oramos para conocerle más a Él. Oramos para verlo con mayor claridad, para entender mejor. Oramos para conocer con mayor profundidad la realidad a la que Él nos llamó e invitó a participar y cuál es el poder que opera en esta Vida Gloriosa.
Cuando comprendemos la magnitud de quién es Él y de cuán grande y extraordinario es Su Propósito, entonces podremos vivir el cielo en la tierra.
El propósito final de la oración es que podamos hacer visible, aquí en la tierra, todo lo que es realidad en el cielo; para esto necesitamos conocer y entender profundamente quién es él, por medio de la luz que solo él puede darnos mediante Su Espíritu.
Oramos para: verle, conocerle, entenderle y expresarlo nítidamente.
¿Cuando oramos?
Oramos en todo tiempo. Efesios 6:18 RV60
“…orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos…”
A simple vista, y desde una perspectiva meramente humana y natural, es imposible orar todo el tiempo. ¿Por qué? Porque tenemos que ir a trabajar, estudiar, limpiar, necesitamos tiempo para jugar con nuestros hijos, etc. La lista de quehaceres puede ser muy grande, sin embargo, no se trata de una actividad que terminará desplazando nuestras ocupaciones y responsabilidades, que por cierto, Dios nos las dio.
La oración es una actividad cotidiana y eterna de nuestro espíritu. Es el respirar del ser espiritual; por esta razón nunca dejamos de orar. Nuestro espíritu está clamando constantemente, y está consciente 24/7 de los asuntos eternos. Seguramente a usted le ha sucedido, estar haciendo cierta actividad y experimentar esos “de repentes” de Dios.
Usted estaba cocinando, o fregando platos y vino algo de Dios tan fuerte, que no pudo resistirse a pensar y meditar mínimamente en aquello que Dios le acababa de obsequiar, y que en ocasiones, nos lleva a dejar lo que estamos haciendo para secar nuestras lágrimas y tomar notas de aquello que acabamos de oír, entender o comprender en nuestro espíritu. ¿Sabe qué es eso? Es la oración en el espíritu. Nuestro espíritu no duerme; está en continua comunión con el Padre, mediante el Espíritu Santo que vive en nosotros.
Ahora ¿esto significa que no debo apartar un momento? De ninguna manera. Que nuestro espíritu no descanse, no significa que nosotros no apartemos un momento del día para concentrarnos en situaciones y palabras específicas que necesitan de todo nuestro enfoque y atención.
Entonces: oramos todo el tiempo en el espíritu, pero también, es esa oración espiritual, la que nos convence y vence para que apartemos momentos exclusivos. La exclusividad nos hace exactos en la comprensión de lo que Dios nos está hablando, mostrando y enseñando.
No hay horarios especiales, ni días especiales. Solo hay un espíritu absorbido por la realidad de Dios que nos lleva a dedicar momentos específicos para que: sentados, arrodillados, parados, o como sea, le dediquemos exclusiva atención a él, sin depender de las distracciones que generan las responsabilidades cotidianas.