«Grábate en el corazón estas palabras que hoy te mando. Incúlcaselas continuamente a tus hijos. Háblales de ellas cuando estés en tu casa y cuando vayas por el camino, cuando te acuestes y cuando te levantes», Deuteronomio 6:6-7 NVI.
El ámbito familiar es la primera instancia de desarrollo y socialización de las personas. El ser humano frágil e indefenso impone una dependencia de los demás para expandirse; necesita cuidado intensivo, apoyo afectivo y la guía disciplinada de su núcleo, con el fin de alcanzar su condición de sujeto social sin perder la individualidad que lo hace singular. Sobre todo favorecer el desarrollo de las personas a la imagen y semejanza de Dios, y aquí cabe el modelo de adulto que recibe cada hijo.
La genuina educación comienza con la gestación de un espacio para el aprendizaje con una actitud abierta de escucha mutua, prestar atención, dejar lo que se está haciendo, mirar a los ojos con respeto. Un vínculo que no aparece mágicamente sino que se construye desde muy temprano con tiempo y dedicación.
Cada hijo necesita la cercanía, límites saludables, el cariño y la atención constante de los padres, siempre, para que frente a una dificultad los factores protectores sirvan de sostén como vehículo de afectos y resulten en conductas resilientes.
La llegada de la pandemia nos sorprendió a todos y la familia una vez más ha tenido que resolver la problemática, tal vez como ninguna otra institución. Las mutaciones imprevistas y profundas han puesto de manifiesto la solidez interior sin tiempo para la preparación física, emocional y en muchos casos sin el recurso espiritual.
Implicó una adaptación rápida para atender las nuevas realidades, volverse flexibles para recuperar un estado de equilibrio dinámico en la intimidad del hogar tratando de entender el contexto y los cambios que se originan vez tras vez. La respuesta a ello estipuló en muchos casos el grado de tolerancia o resistencia frente a la contingencia dejando en evidencia qué mecanismos se utilizaron para poder mantener la continuidad que les proporcionaba un marco de referencia a sus miembros. Este nuevo contexto obligó a un reordenamiento y organización de tiempos y rutinas, a los que se sumó la transformación en las relaciones interpersonales.
¿De qué hablamos cuando decimos parentalidad positiva?
El ejercicio parental se define en las recomendaciones del Consejo de Europa (2006) como “el conjunto de conductas que procuran el bienestar de los niños y su desarrollo integral desde una perspectiva de cuidado, afecto, protección, enriquecimiento y seguridad personal, de no violencia, que proporciona reconocimiento personal y pautas educativas e incluye el establecimiento de límites para promover su completo desarrollo”.
- La parentalidad positiva acompaña desde el amor, humaniza, crea lazos de consideración por el otro, privilegia el encuentro con Dios.
- Reconoce que nadie es el dueño de la verdad, solo Cristo, y que las opiniones de los demás enriquecen.
- Fomenta actitudes de convivencia, juego, alegría, esparcimiento, trabajo.
- Ayuda a ser responsables en cuidar y sostener a propios y ajenos.
- Fortalece la formación de valores trascendentales.
Ignorar estas y otras funciones ineludibles sería dejar un vacío educativo, quitar a la familia el protagonismo fundamental en una sociedad despersonalizada para evolucionar a una más humanizada.
Sin desestimar los infortunados resultados de la pandemia, la otra cara de la moneda permitió un tiempo de oportunidad que aún hoy se extiende. Ha posibilitado poner en práctica el testimonio de las convicciones con la Palabra y con la vida y además testeó la empatía con el más débil. En muchos casos, la crisis dejó ver las falencias del hogar.
Las organizaciones y centros comunitarios deberían estar alertas para proporcionar ayuda con alternativas tales como capacitar a los líderes, realizar talleres, conferencias o recibir asesoramiento de profesionales como los orientadores familiares.
Considerar la formación de padres y madres como “el remedio para algunos de los problemas que más afectan a las familias”, Brock, Oertwein y Coufal, 1993, es un requisito primordial para prevenir, remediar y mejorar las prácticas educativas dentro del hogar.
Las buenas noticias animan al importantísimo rol de los progenitores como primeros educadores. ¡Más que nunca éste es el momento para ello! La familia ocupa un valioso lugar en el plan divino y más allá de todos los nuevos aportes de las ciencias y terminologías que son muy bienvenidas, la llave de la sabiduría sigue siendo lo que el Señor determinó en Su palabra.
Familias sanas y fuertes componen comunidades de fe con idénticas características y, por ende, sociedades similares. Tenemos una excelente oportunidad para marcar una diferencia como familias y como Iglesias. No todo está perdido. El pensamiento bíblico nos llena de esperanza y el hogar sigue cumpliendo su función redentora de llevar vida, vida abundante a sus miembros y a todos aquellos que están cerca.