El fútbol es un deporte que habla de nosotros. Sobre todo, de los argentinos, que nos decimos “un país futbolero”, lo que en realidad significa que esperamos del fútbol cosas que la vida no nos da de otra manera.
“Es solo un partido”, me lo repito una y otra vez. Pero cuando empieza el juego, aumentan las palpitaciones, me vuelvo loco. Me enojo conmigo porque es solo un partido… pero no lo puedo manejar: me pongo ansioso, quiero que termine ya y que hayamos ganado. Con lo lindo que es este deporte, no quiero ni mirarlo, solo quiero ganar. Es irracional. ¿Por qué nos pasa esto? Porque el deporte tiene esa épica en la que todos nos vemos identificados con los protagonistas, a veces demasiado. El fútbol es un deporte que habla de nosotros. Sobre todo, de los argentinos, que nos decimos “un país futbolero”, lo que en realidad significa que esperamos del fútbol cosas que la vida no nos da de otra manera. Sabemos que es solo un partido, pero es algo más, porque en ese equipo todos nos vemos reflejados, no solo representados. Queremos ser ellos, sobre todo si ganan.
Yo vi jugar a Maradona y lo admiré con la misma locura. Lloré cuando falleció con la misma irracionalidad que nos atraviesa a los futboleros. Su manera de jugar seducía, hacía que lo imposible pareciera fácil. Un fuera de serie. Cuatro años después de la guerra de Malvinas, no solo nos regala otra Copa del Mundo, sino que en el camino a ese campeonato, le ganamos en cuartos de final a Inglaterra con dos goles suyos. Uno con la mano, al que se llamó “la mano de Dios”, una especie de gol de justicia reivindicativa. “Ellos nos robaron las Malvinas, ahora nosotros les robamos a ellos”. Algo propio de un pueblo que siempre se siente inferior y mira al norte como ideal y con el desprecio que provoca cierta envidia. Como si Dios fuera tan argentino como nosotros, que justificamos quebrantar la ley y la corrupción como actos de justicia. Y faltaba algo: después, Diego hace el segundo, el gol de los goles, el más grande de la historia de todos los mundiales, en el momento justo, frente al rival perfecto, de una manera única. Así construimos el mito Maradona. El pibe de Villa Fiorito que humilla al poderoso europeo. Nuestro justiciero, un nuevo Martín fierro (porque Robin Hood es inglés, pero es el mismo paradigma que nos dice que la corrupción, el robo y la violencia están justificados por el fin) con quien todos nos identificamos. Todos somos Diego. Y así, Maradona se convierte en el espejo en que nos miramos como país, porque los mitos que construimos sobre alguien que admiramos se constituyen en los marcos conceptuales, en los modelos sobre los que edificamos nuestra identidad. Así somos. Así vivimos.
En un reportaje, cuando le preguntaron a Diego acerca de su vida personal, dijo: “Yo no quiero ser ejemplo para nadie”. Y lo entiendo, es una responsabilidad muy pesada para cualquiera. Pero no es algo que él pueda elegir. Todo un pueblo y todo un mundo lo mira por más que él no quiera, y aunque admiran su juego, se identifican con el mito, ven reflejado en él sus sueños y frustraciones. Le guste o no, va a influir a toda una generación. Diego nos enseñó que se puede, fue un jugador grandioso, pero no fue así su historia de vida. Eso es algo que algunos prefieren ocultar bajo la alfombra, aunque sea imposible hacerlo; creen que se puede rescatar al jugador de la infamia de una vida tormentosa. Otros preferimos ver el cuadro completo, aunque eso duela e implique lamentar que el campeón del mundo no fue un campeón en la vida. Una pena enorme.
Esta selección nos da otro mensaje. No solo Messi, casi todos los jugadores agradecen a Dios sus logros y lo hacen con un respeto que nos parece extraño. Quizá eso evita que se los trague el ego. Tal vez vivieron suficientes fracasos para tomar contacto con su humanidad y sus debilidades. Messi podría haberse ahogado en su propia fama, pero parece estar inmunizado. Verlos correr a celebrar con sus familias es conmovedor. “Qué mirás, bobo, andá pa’llá” fue lo más grosero que le escuché a Messi. A Diego lo vi insultar a todos los italianos mientras sonaba nuestro himno nacional (toda una metáfora).
Scaloni se acuerda del fallecimiento de un pibe de su pueblo después de un partido para el infarto, como fue el de Países Bajos. Se la pasa repitiendo que es solo un juego; no usa chicanas en sus discursos. Dice que para él ganar no es lo más importante; intentó en cada reportaje romper esa mentira que compramos por tantos años: que salir segundo es un fracaso. A veces, el mejor no gana; hay procesos y hay que ser pacientes y perseverantes. Habla con una autenticidad y una humildad que nos descoloca a los argentos, acostumbrados a la viveza criolla, la burla y hasta al desprecio.
Reconozcamos a Messi, no, celebrando que se “maradonizó”, sino que se sostuvo siendo Messi. El pibe que a los 35 gana un Mundial porque le encanta jugar a la pelota. No hace falta ser maleducado para demostrar carácter. No hace falta jactarse de intoxicar al rival con un bidón de agua contaminada con algún laxante. No necesitamos celebrar los engaños. Necesitamos un poco de humildad, honestidad y creer en nosotros mismos. No solo importa ganar, también importa cómo.
Ni Messi ni ninguno de estos jugadores son perfectos, no son santos. Pero a la hora de darnos un mensaje como grupo, como un equipo con quien todo un país se identifica (aunque sepamos que es solo un juego), levantan valores y sostienen principios que nos pueden encaminar a construir un país mejor. No, un mito, sino una realidad que todos podamos celebrar y disfrutar. Ojalá ese chico que hoy juega con sus amigos en el campito del barrio con la número 10 de Argentina comprada en La Salada empiece a ver algo distinto. Porque, a la corta o a la larga, las cosas que admiramos, honramos y celebramos, constituyen el ámbito en el que terminamos construyendo nuestra identidad.
Bueno, Argentina, creo que es por acá.
Reconociendo a Dios en nuestros logros, para que el ego no nos trague.
Sin victimizarnos, porque no somos el centro del mundo y nadie nos debe nada.
Humildes y perseverantes.
Aprendiendo a caer y a levantarnos.
Valorando a la familia como ámbito fundamental para construir carácter.
Trabajando unidos y respetándonos.
Celebrando que a las personas honestas y humildes, también nos puede ir bien.
Yo quiero jugar con esas reglas para construir un país mejor. ¿Y sabés qué? Sé que Dios me lo va a regalar.
¡Vamos Argentina!