Luego dijo a Tomás: Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. (Juan 20:27)
El escepticismo era un pensamiento filosófico de la antigua Grecia que decía que la verdad absoluta no se puede descubrir o no existe y, como se sigue diciendo ahora, todo es relativo y nada puede ser verdad.
Pero aquí tenemos un punto importante: Jesús dijo “yo soy el camino, y la verdad y la vida; nadie va al Padre sino por mí…” (Juan 14:6). Vivimos en un tiempo de terrible incredulidad. Y Jesús lo describe así: Os digo que pronto les hará justicia. Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra? (Lucas 18:8).
«Pero lo que preocupa no es tanto la incredulidad de los incrédulos sino la incredulidad de los mismos creyentes».
Guillermo Decena
Si los cristianos tenemos palabras, pensamientos o actitudes de incredulidad, la fe sobrenatural nunca se manifestará, pues viene del Espíritu Santo de Dios. La incredulidad es la obra maestra del enemigo, porque hace que no se tenga fe, y sin fe es imposible agradar a Dios.
Debemos desechar toda frase, actitud o pensamiento de incredulidad. Abrazar como un niño las promesas de Dios, confiando que el Padre nos dará lo mejor. Jesús dijo: Si puedes creer, al que cree todo le es posible. (Marcos 9:23-24). La incredulidad te liga siempre al pasado. La incredulidad crea iglesias tristes, con personas carentes de gozo, sin humor y criticones.
Alguien que ilustra al cristiano incrédulo es Tomás, llamado Dídimo, el discípulo de Jesús. Tomás nos sirve de ejemplo de un cristiano que tiene actitudes de incredulidad, y podemos tomar su vida para analizar la nuestra y no ser su duplicado, para que podamos solucionar el problema de la incredulidad de raíz. El apóstol Tomás aparece en tres pasajes importantes, donde se ven actitudes y palabras de incredulidad, en el Evangelio de Juan. En esta ocasión, meditaremos en una de ellas, que refleja una actitud más común de lo que debería en la comunidad de creyentes:
EL HOMBRE QUE ESPERABA QUE LO PEOR ESTABA POR VENIR.
«Entonces Jesús les dijo claramente: Lázaro ha muerto; y me alegro por vosotros, de no haber estado allí, para que creáis; mas vamos a él. Dijo entonces Tomás, llamado Dídimo, a sus condiscípulos: Vamos también nosotros, para que muramos con él. (Juan 11:5-16).
Los discípulos se oponen, lógicamente, a la decisión de Jesús de volver a Judea, porque los judíos lo esperaban para matarlo. Pero Jesús estaba decidido a ir. Es entonces que aparece Tomás, quien dice la siguiente frase: «Vamos también nosotros, para que muramos con él». Volverse allá era, claramente, arriesgarse al peligro de muerte. Estos cautelosos discípulos no podían percibir que era necesario vivir un gran milagro, que traería una señal poderosa del cielo, y que a pesar del riesgo debían confiar en el Señor.
La senda que tienen que seguir no es la de su preferencia, pero tienen que aprender a confiar que, “aunque andemos en valles de sombras de muerte”, Él estará con nosotros, y por eso estaremos confiados. El cristiano debe ejercer su fe, convencido de que su Maestro sabe el mejor camino que debe seguir para guiarlo a la victoria; y que las circunstancias en que se encuentra son precisamente las más calculadas para promover lo mejor de cada uno. Todo camino forjado por Dios es para aprender a confiar y no tener miedo, pues “su vara y su cayado nos infunden aliento”.
Notemos con cuánta ternura se refiere Cristo a la muerte de los creyentes. He aquí cómo anunció la muerte de Lázaro: «Lázaro nuestro amigo duerme…” La muerte de los verdaderos cristianos es un sueño. No es algo de qué preocuparse, por eso dice que duerme, pues el que duerme despierta. El que tiene la fe en Cristo puede decir: «En paz me acostaré y asimismo dormiré; porque tú, Jehová, solo me harás estar confiado…”