Qué profunda declaración del apóstol Pablo: “Lejos esté de mí gloriarme en otra cosa que no sea la cruz.” Es como si dijera: “¡Ni se me cruce por la cabeza!”
¿Hay acaso otras glorias? ¿Existe algún reconocimiento alternativo a la cruz de Cristo? Podríamos decir que sí: hay otras satisfacciones, otras glorias o recompensas que el mundo ofrece. Hay logros visibles, títulos alcanzados por esfuerzo humano que no tienen nada que ver con la cruz. Y no solo eso, pareciera que esas glorias siempre están sobre la mesa, disponibles, al alcance, como una opción constante. Sin embargo, el apóstol las rechaza de forma tajante: “¡Lejos de mí!”
Pablo no era alguien sin méritos. Tenía muchos logros que podrían haberle servido de orgullo personal: estudios, linaje, reputación, disciplina, obediencia religiosa… pero al encontrarse con Cristo, los consideró basura (Filipenses 3:7-8).
Él afirma que hay un logro, una conquista, una gloria que no fue alcanzada por él, sino que lo alcanzó a él. Lo que Cristo consiguió en la cruz superó todas sus glorias. Lo que Cristo conquistó en la cruz conquistó su vida por completo.
“¡Lejos esté de mí que su logro deje de ser mi gloria! ¡Lejos esté de mí que alguna otra medalla lo reemplace! ¡Lejos esté de mí que pierda valor, que algo temporal se le compare!”
Las glorias del mundo vienen todos los días a golpear la puerta de nuestras vidas. Vienen con fragancias y colores, con una invitación atractiva. No solo quieren que les abramos la puerta: quieren entrar, quieren sentarse a conversar, quieren nuestra atención, quieren enamorarnos hasta llegar a la recámara, al trono, ahí donde se encuentra el logro de Cristo, donde nuestra admiración es por su sacrificio. Quieren ese lugar. Quieren invitarnos a ser nosotros los héroes, que las canciones tengan nuestros méritos.
Pero el apóstol exclama con firmeza: “¡Lejos de mí!” No les abro la puerta. No escucho su argumento. No necesito un desfile de nuevas glorias. Ya tengo mi gloria. Ya tengo mi admiración, y es por la conquista de Cristo.
“Todo lo que el mundo considera glorioso no es más que humo cuando se compara con la gloria de Cristo crucificado.” — Juan Calvino.
Pero al abrazarnos a la gloria de la cruz, inevitablemente nos enfrentamos al rechazo del mundo, a su desaprobación. El mundo aplaude sus propias glorias, corona sus famas y celebra sus conquistas. El apóstol lo sabía muy bien: “por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo” (Gálatas 6:14).
No solo yo rechazo las glorias del mundo: el mundo también rechaza mi gloria, que es la cruz. No solo yo le cierro la puerta al mundo: el mundo me la cierra a mí.
No solo yo no quiero escuchar de sus glorias: el mundo no quiere escuchar de la mía. Y la pregunta es: ¿qué tanto me afecta ser desafectado de esa popularidad?
¿Qué tanta crisis me provoca no compartir las glorias modernas? Ellos abrazan las conquistas del siglo XXI, y yo sigo aferrado a la cruz de Cristo.
¿Me siento fuera de lugar? Es mejor estar fuera del mundo y unido a Cristo. No podemos quitar la mirada de la conquista de nuestro Salvador.
La cruz de Cristo, su triunfo en ella, es nuestra gloria.
Lo dice el antiguo himno que cantamos:
“Aunque el mundo desprecie la cruz de Jesús, para mí tiene suma atracción, Porque en ella llevó el Cordero de Dios, de mi alma la condenación. Oh, yo siempre amaré esa cruz, en sus triunfos mi gloria será.”
Y es que si entendiéramos la profundidad y el alcance de la obra en la cruz, no lo dudaríamos:
Por las glorias del mundo somos aclamados por el mundo; por la gloria de la cruz de Cristo somos recibidos delante de Dios. Por las glorias del mundo nuestros pecados son aplaudidos; por la gloria de la cruz de Cristo nuestros pecados son borrados.
Por las glorias del mundo somos exaltados un momento; por la gloria de la cruz somos perdonados para siempre. Por las glorias del mundo nuestra carne se engrandece; por la gloria de la cruz, nuestra carne es crucificada.
El problema surge cuando, como creyentes, ya no tenemos muy lejos las glorias del mundo. Cuando intentamos negociar con ellas, cuando coqueteamos con ellas poco a poco, cuando permitimos que se acerquen. Entonces ya no decimos como el apóstol: “Lejos de mí las glorias del mundo.” Ahora están cerca. Y ¿sabes qué? Seguirán ganando terreno hasta llegar a la recámara. Cuestionarán la gloria de la cruz. Nos harán sentir vacíos con ella.
Y cuando eso sucede, la cruz ya no es nuestro tesoro… solo un símbolo colgado al cuello. Cristo ya no es nuestro todo… solo un recurso más entre muchos. Y cuando eso sucede, ya no hay poder, ya no hay fuego, ya no hay lágrimas en la adoración.
¿Qué haremos? ¿Seguir intentando estar bien con el mundo… y seguir vaciándonos por dentro? ¿O levantaremos otra vez el grito de Pablo y lo haremos nuestro?
Te animo a que lo repitas con fe: “¡Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz!”
Vuelve a admirar la Cruz de Cristo. Vuelve a contemplarla. Que la conquista de Cristo siga siendo toda tu conquista, tu mayor logro es el de Cristo en la cruz, canta más acerca de ella, habla más acerca de ella, y aunque el mundo te quiera callar, aunque el mundo quiera apagarte, insiste en hablar de ella: porque esa cruz es tu gloria.
Algún día esa cruz —nuestra gloria— ya no será motivo de burla, ni de desprecio, ni de rechazo. Algún día, esa cruz brillará más que todas las coronas de este mundo. Algún día, todos verán lo que nosotros vimos por fe. Y ese día, el Cristo crucificado será el Cristo coronado.
“Y miré, y he aquí… un Cordero como inmolado… y cantaban un nuevo cántico diciendo: ‘Digno eres… porque fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido…’” (Apocalipsis 5:6,9)
Ese día no será nuestra voz la que calle, será la del mundo. Sus glorias se disolverán como humo. Sus ídolos caerán. Sus tronos se romperán. Pero la cruz permanecerá como estandarte eterno del Reino de Dios.
Y como también canta el himno: “Y algún día, en vez de una cruz, mi corona Jesús me dará.”