Hoy quiero hablarte por unos instantes de la familia, la estructura más básica de la sociedad. Hagamos un poco de etimología. La palabra “hogar” proviene del latín focus, que en castellano significa ‘fuego’. En los inicios de la cultura occidental, por razones de necesidad física y de luz, y también por razones emocionales (la unión, el apego, el sentido de pertenencia), las familias se reunían alrededor del fuego, y allí compartían largas horas hablando, estando presentes en cuerpo y alma. 

La vorágine del día a día nos ha robado el estar juntos y compartir.

La rutina, el agobio de las responsabilidades nos ha reemplazado el fuego por el frío, el estar por la ausencia, el compartir por el abandono. La comprensión, la escucha activa, el empatizar, ha sido desplazado, y ahora vivimos un ambiente de reproches, tensiones, nadie escucha a nadie. 

Padres ausentes (sea por abandono del hogar o por ocupaciones constantes). Madres que intentan cubrir los espacios vacíos que han dejado los padres. Niños que crecen con profundo odio hacia sus padres, al punto de rechazar la familia como entorno básico de la sociedad. Y cuando deciden formar sus propios hogares, terminan reproduciendo los mismos patrones de conducta, como una cadena que nunca se termina. 

La disfuncionalidad ha entrado en nuestra casa. El daño que se provoca a cada integrante deja profundas huellas que requieren años y años de sanidad. Entonces tenemos la sociedad que tenemos, tan herida, tan lastimada por múltiples carencias. Ocultamos nuestros inmensos dolores y frustraciones detrás de sofisticadas mascaras. 

Escondemos todo lo que sentimos interiormente, con un profundo miedo de que alguien descubra cómo estamos realmente. Estamos en presencia de la tragedia más dolorosa: la desintegración de la familia. Matrimonios que terminan en desolación; hijos que crecen con una tremenda sensación de abandono, grabados a fuego en su corazón el odio, el temor, el desamparo. 

Muchos de nosotros venimos de hogares disfuncionales. Lugares que debían cobijarnos, darnos abrigo, calor, alimentarnos en todo sentido, para que crezcamos integralmente… lamentablemente en la mayoría de los casos no fue así. 

Hace algunos años atrás, viví una experiencia que me marcó mucho. Me quedó muy grabada. Estaba participando de un congreso en una localidad del Gran Buenos Aires. Al finalizar la plenaria, comencé a orar por algunos jóvenes que estaban allí. Cuando me dispuse a orar por un adolescente, comenzó a revolear sus manos en señal de querer golpear. 

No voy a negar que me asusté un poco, no entendía lo que allí estaba pasando. Pero luego de unos segundos sentí la voz de Dios que me decía: “Está dañado, solo abrázalo”. Con algo de temor, lo abracé, y poco a poco esos golpes al aire desistieron. Lo que hablé luego con él, me lo confirmó. Estaba tan lastimado por todo lo vivido en su entorno familiar, que cada vez que alguien se le acercaba, instintivamente se disponía a defenderse y golpear si fuera necesario. 

Dejarse abrazar por el Padre

Ese día aprendí una lección que hasta el día de hoy me quebranta. Las heridas tan profundas que tenemos en nuestro interior pueden ser sanadas si dejamos que el abrazo del Padre nos cubra. Llevará su tiempo, claro que sí; iniciarás un proceso, por supuesto. Será duro, será revelador, pero también será sanador y liberador. 

Construirás tu identidad no por lo que hayas vivido sino por lo que Dios dice que eres. Y la cadena se cortará. Ya no estarás repitiendo historias de tanto dolor. Por eso quiero compartirte un par de principios que te ayudarán en este proceso:

El primero es reconciliarnos con nuestra realidad. Reconciliarse es asumir. Asumir lo vivido, no escapar, es parte de nuestra historia y debe cicatrizar, si lo negamos no estaremos sanándolo, solo lo esconderemos. 2 de Corintios 3:18 dice que la presencia de Dios es como un espejo en el que nos miramos para comenzar un profundo proceso individual. De esa manera, el Señor podrá sanar tantos años de dolor y profundo resentimiento. 

Lo segundo que deseo compartirte es que descanses. Dios está procesando tu vida. En ocasiones, son muchos años de heridas, hábitos dañinos adquiridos, y debemos ser pacientes con nosotros mismos sabiendo que el Maestro nos está procesando. Oro para que Él te dé las fuerzas para recomenzar y tener una perspectiva diferente de todo lo que has vivido. Que la gracia y el amor del Padre Celestial puedan abrazarte tan profundamente que toda inseguridad y sensación de caos sea quitada de tu corazón. 

Martín Carrasco
Pastorea la iglesia Casa de Oración en el partido de San Vicente, Buenos Aires. Trabaja en pastoral juvenil desde el año 2005, fue parte del staff de la Radio Mundial CVC La Voz, y tiene publicados 4 libros. Apasionado por la familia, está casado con Lu y tiene dos hijos: Maite y Felipe.