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«Hijo, estoy construyendo mi Iglesia, pero no es la Iglesia que tú ves»

La revelación sobre los Invisibles me llegó como un río inagotable de agua de vida, en medio de lo que consideraba un desierto difícil de sobrellevar. Para compartirte parte de esta, tengo que remontarme a unos años atrás.

Hace un tiempo, todo mi ser se encontraba con la dificultad de poder discernir qué era lo que me estaba pasando. Por aquellos días un gran desánimo me invadía. Estaba en medio de una carrera por alcanzar todo tipo de logros —muchos de los cuales estaban en mi vida por default cultural—. Esa situación me sumergió en un desierto tan extenso como el mismo desánimo. En esa época entendí que, si no tenía mucho tiempo para orar, tendría que inventarlo. De algún modo, Dios tenía que hablarme. ¡El Señor tenía que decirme por qué me estaba pasando lo que me estaba pasando!

Después de haber pasado tantos desiertos importantes en mi vida y tan caros para mí, después de haber aprendido con tanta claridad que Dios ama al dador alegre, después de haber tenido el privilegio de deleitarme en Él, después de haber disfrutado paso a paso la alegría de servir y dar la vida por el Bienamado, después de haber experimentado que el gozo en Él es mi fortaleza, me preguntaba por qué, entonces, había perdido el deseo y ya nada parecía motivarme. ¿Qué me estaba pasando?, ¿qué estaba haciendo mal? A veces el equívoco opera por debajo de la conciencia: me esforzaba por ser el hijo que Él esperaba de mí, pero algo no estaba resultando, algo no estaba saliendo bien… ¡Tenía que saber de qué se trataba!

Mi comunión con Dios comenzó a intensificarse cada vez más, tal vez impulsada por esta herida que buscaba alivio. Los espacios de silencio comenzaron a ser un refugio mientras emprendía la intensa búsqueda de una respuesta. Noche tras noche, madrugada tras madrugada, una y otra vez volvía la pregunta: «¿De qué se trata todo esto? ¡Dímelo, Señor, por favor!». De pronto, en lo que parecía que sería una noche más, su voz llegó: «Hijo, estoy construyendo mi Iglesia, pero no es la Iglesia que tú ves…». «¡¡Por fin, Señor!!», pensé. Pero, ¿qué clase de respuesta era esa?, ¿qué tenía que ver con lo que yo le había estado preguntando? Si aquel era un mensaje para mí, la realidad era que no parecía venir para aliviarme. ¿Sería que yo no estaba siendo aprobado? «¿Qué pasa, Señor?, ¿no estoy haciendo lo que esperas de mí?, ¿no alegro tu corazón?, ¿en qué momento me alejé de tu propósito?», le pregunté a Dios. La palabra que luego llegó fue un poco más amplia y esclarecedora:

Estoy construyendo mi Iglesia con personas que no necesitan prosperidad, aplauso, reconocimiento, posición, ser tenidas en cuenta o recompensadas para vivir la vida que Yo diseñé para ellas. Estoy edificando mi Iglesia con gente que se da a sí misma sin esperar nada a cambio, que ofrece la otra mejilla, que perdona a quien no merece ser perdonado, que ama con el mismo amor con que yo los amé. Hijo, el deseo de realización personal es veneno para el corazón de mis hijos. Yo NO los llamé al éxito, sino a serme fieles, a dar la vida por los demás, tal como lo hizo mi Hijo por ellos, ¡para eso es el Evangelio!

En ese momento me di cuenta de que Dios me estaba devolviendo al lugar donde yo había nacido. Me estaba llevando de
nuevo a los pies de la cruz, al lugar donde me había encontrado con Él por primera vez, para que, de esa manera, recuperara la eterna alegría por tan altísima salvación. Esa alegría que parecía haberse opacado por estar pasando más tiempo ocupado en la obra del Señor que en el Señor de la obra. Dios me estaba diciendo que se trataba de mí, que el problema no estaba en mi exterior, sino dentro de mí ¡Él quería mi corazón! Luego, completó su palabra diciendo: «Deseo que, cuando la gente te vea, no sea a ti a quien vean, sino que reconozcan a mi Hijo Jesús en ti». Entonces entendí que era completamente necesario morir para ser lo que Él esperaba que yo fuera: un Invisible, para que su Hijo sea visto.

Me sentí flotar sobre agitación, una inquietud y una leve sensación de mareo como si me doliera todo. De repente, todo era tan grande, tan inabarcable, y a la vez tan honesto y tan puro que la alegría se paseaba por todos mis pensamientos para decirme: «¡Claro! ¡Sí, es así! ¡Nada se ha perdido! ¡El Evangelio sigue siendo real!, ¡siempre fue real! ¡Su palabra es verdad y, aunque la Iglesia se distraiga o se extravíe de lo único que Él llama verdad, Dios sigue siendo el mismo hoy, ayer y por los siglos! Si la Iglesia le pertenece a Dios y es el cuerpo de Cristo, y Cristo es su cabeza, ella debe expresarlo completamente, ¡debe tener su ADN en TODO!».

Este escrito esta basado en el libro «Invisibles» de Fabian Liendo

Fabian Liendo
Fabian Liendo
Líder de la banda de rock argentino “KYOSKO”; Director de Real Proyecto; Pastor Real Ciudadela; Autor libro #Invisibles.

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