Muchas veces solemos familiarizarnos con la palabra “disfrutar”, algo que no debemos hacer, ya que, con el paso del tiempo, nos acostumbraremos tanto a ella que perderá su verdadero significado. Hasta las palabras más simples toman otro sentido cuando la experiencia con Dios se hace realidad, por eso cuando su amor se vuelve nuestro amor, solo queda disfrutar.
En Lucas 15, Jesús narra la parábola del hijo pródigo, donde un muchacho le pidió a su padre que le diera la parte de su herencia para luego poder “disfrutar” de ella. Para poder entender esta historia, primero debemos tener una concepción correcta sobre la paternidad.
Por un lado, el hermano mayor, que trabaja sin disfrutar, incluso le reclama a su padre (Lucas.15:29) que toda su vida trabajó pero nunca llegó ni siquiera a disfrutar un poco. Eso es lo que hace la religión: nos lleva a trabajar sin cesar para un Dios a quien nunca podemos disfrutar por estar, justamente, trabajando. Vale decir que trabajar está bien, pero si lo hacemos sin disfrutar, se convierte en, prácticamente, un castigo. Cuando aprendemos a disfrutar del Padre, terminamos disfrutando del trabajo.
Ahora, por otro lado, tenemos al hermano menor, el hijo pródigo. Para él y su manera de pensar, disfrutar fue malgastar todo lo que tenía hasta endeudarse, perderlo todo para darse cuenta de que disfrutar no tenía que ver con cosas materiales. El disfrute no puede pasar por cuántas cosas tenemos, sino en permanecer en el amor del Padre, el cual sustenta todas nuestras necesidades.
A lo largo de las Escrituras, Dios nos plantea que existen dos escenarios: la realidad humana y la realidad divina. Constantemente, observamos que ambas realidades son paralelas. Antes de la caída del hombre, cielo y Tierra disfrutaban en una armonía perfecta, más la caída ocasionó una separación. Sin embargo, la obra en la cruz reconcilió a ambas realidades para que volvieran a ser una.
La realidad de Dios es la celestial; por ello, también lo es la realidad del nuevo hombre,, aunque estemos en la Tierra. El amor de Dios no es un escape de la realidad social. Su amor es inclusivo; no es exclusivo para un determinado grupo de personas. Ahora bien, si queremos conocer la realidad de Dios, primero tenemos que descubrir que esta es administrada, gestionada e impartida por un Padre, por eso solo Jesús puede dar a conocerla. Él es la imagen visible del Dios invisible; su vida fue y es la imagen del Reino invisible.
Amar es más que un acto; es la mismísima sustancia de su persona y solo en ese lugar es donde se produce el disfrute. Amar se traduce en ir a la cruz sin temor; ahí nos espera Él. Hechos 20.22-24 declara:
Y ahora tengan en cuenta que voy a Jerusalén obligado por el Espíritu, sin saber lo que allí me espera. Lo único que sé es que en todas las ciudades el Espíritu Santo me asegura que me esperan prisiones y sufrimientos. Sin embargo, considero que mi vida carece de valor para mí mismo, con tal de que termine mi carrera y lleve a cabo el servicio que me ha encomendado el Señor Jesús, que es el de dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios.
Por esto, cualquier palabra que describa el amor del Padre puede colaborar con nuestro entendimiento de él. Cuando su Hijo caminó por la Tierra, Él era el amor de Dios hecho carne. Cuanto más logramos conocer su amor, más nos damos cuenta de que amarlo se vuelve el mandamiento más importante, la única manera de permanecer en su amor.
Cuando experimentamos el amor del Padre, logramos ingresar en su obediencia. La obediencia en su amor es el fruto de conocer el amor de Dios en Cristo.
Gustavo Lara, en su libro Disfrutando el amor de nuestro Padre eterno, comentó: «Si Dios puede gobernar mi vida con su amor, entonces puede gobernarlo todo. La verdadera expresión de su realidad en nosotros es que todo lo que fuimos llamados a hacer lo hagamos disfrutando de su amor”.