Se sorprendió al recibir la invitación. Si bien algunas veces había esperado alguna actitud por parte de su jefe, jamás imaginó algo semejante. ¿Invitarlo a cenar al Restaurant Ferradas? ¿El más caro de la ciudad? Era un sueño.
Ya despabilado del shock inicial, Benjamín pidió prestado un traje y llegó a la cita diez minutos antes. Después de haberse registrado en la entrada, un mozo lo acompañó hasta el lugar reservado. La mesa le resultó familiar, en algún lado la había visto. Y recordó entonces que había sido en una revista de negocios, en la cual su jefe salía fotografiado con un importante empresario de la ciudad. Benjamín sonrió, y empezó a disfrutar del momento.
El jefe apareció puntual. Palmeó en la espalda al mozo y se dirigió solo hacia la mesa donde lo esperaba su invitado. Por algunos momentos hablaron de temas intrascendentes, cosa que a Benjamín no le importó. El solo hecho de estar allí, invitado por su poderoso jefe, para él bastaba.
El mozo les acercó la carta. El jefe pidió lo de siempre, pero le insistió a su invitado que elija lo que quisiera. Benjamín abrió la carta de tapas duras y ojeó sus páginas. Tragó saliva cuando notó que los precios de un plato común eran de cuatro cifras. Pero de inmediato volvió en sí y eligió: él no pagaría.
La velada transcurrió más o menos agradable. Benjamín nunca recordaría lo conversado.
Después de haber cenado por largo rato, de haber degustado dos botellas de vinos importados, llegó el momento del postre. Fue cuando el jefe se levantó, anunciando que debía ir al toilette. Le dijo a Benjamín que fuera ordenando su postre. El jefe le indicó al mozo con una simple mirada que deseaba el postre de siempre.
Los minutos pasaron. La gente empezó a abandonar el lugar; ya era tarde. El jefe no regresaba del baño. Nunca más regresó.
Benjamín transpiró, sufrió y se descompuso. ¿Cómo pagaría la cuenta? Buscó en su billetera y apenas le alcanzaba para pagar la mitad del costo de un cubierto.
El mozo se acercó y le trajo el postre. Benjamín no lo tocó. Volvió el mozo y le preguntó si estaba bien. Benjamín nunca entendió si se refería a él o al postre.
Benjamín maldijo su suerte. ¿Así le pagaba su jefe? ¿Así le pagaba tantos años esforzándose por él solo para abultar aún más su fortuna? ¿Por qué el desprecio? Benjamín se refregó sus ojos.
Cuando ya se iban los últimos comensales, un hombre, sentado a unos metros de Benjamín y dándose cuenta de su mortificación, se levantó y se acercó hasta él. El joven intentó explicar la situación, pero no hizo falta. El desconocido llamó al mozo y pagó la cuenta. Le ofreció un café, el cual Benjamín aceptó debido a la insistencia del buen desconocido.
Después de tan largo rato, Benjamín también necesitó ir al baño: pero esta vez la cuenta estaba paga. Cuando regresó, aquel desconocido ya no estaba.
¿Te pasó algo así alguna vez? Tal vez no exactamente así. Pero, ¿cuántas veces sentiste que te prometían el “oro y el moro” y después te dejaron pagando? Ya sea con alguien a quien serviste, apoyaste o incluso soportaste.
¿Sentiste alguna vez que estabas a punto de vivir un sueño y alguien intentó pisoteártelo? Benjamín y yo sí.
Pero si Dios te dio un sueño, un anhelo, un objetivo, Él será tu pagador. Por más que te inviten, te prometan cosas que para vos son impagables y no honren el compromiso, Dios siempre saldrá como garante de nuestros sueños.
¿Se puede vivir de lo que soñamos? ¡Claro que se puede! Sólo es cuestión de ponerse a trabajar. A pesar de las dificultades, es posible alcanzar lo que nos apasiona.
“Puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios”. Hebreos 12:2