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La eterna infancia del creyente

¿Por qué no crezco espiritualmente? Esa es una pregunta que más de un cristiano se ha hecho a lo largo de toda su vida. Su respuesta parecerá un poco obvia: Porque no crecemos.

Aunque parezca raro decirlo, la carne ama la inmadurez, quedarse con un sistema, forma o modelo de algo y no avanzar a nuevas formas de entendimiento que nos permitirán desarrollarnos de forma eficaz dentro del Cuerpo de Cristo.

Es fácil quizás culpar a otros; pero somos administradores de la revelación que tenemos ante la Cruz y, por lo tanto, responsables de que nuestro ser crezca en nuestra identidad como hijos. 

Hoy tenemos un fenómeno en la Iglesia que yo llamo “la eterna infancia del creyente”. En nuestras congregaciones, hay miembros que, año tras año, concurren a la iglesia, se sientan, escuchan el mensaje.

Sin embargo, esos mismos creyentes necesitan los continuos cuidados de un ministro para “cambiarles los pañales, ponerles talco y comprobar que su mamadera no esté demasiado caliente”. Para ellos, la iglesia se parece mucho más a un hospital que a un ejército. Algunas veces nos engañamos a nosotros mismos porque crecemos numéricamente y pensamos que en eso consiste el crecimiento.

Pero el aumentar en cantidad no es sinónimo de crecer espiritualmente (también los cementerios crecen). El tener cien personas sin amor, luego doscientas, no es otra cosa más que engordar. A menudo vemos la situación, pero no sabemos qué hacer. Sabemos que “deberían llevar frutos para Jesús; deberían estar experimentando las virtudes de Dios; deberían tener más amor, más paz…”.

Pero no podemos esperar tales cualidades de los bebés: estas solo se encuentran en las personas adultas. Esa era la queja del apóstol Pablo al observar la falta de crecimiento espiritual que había en la iglesia de Corinto.

“Yo, hermanos, no pude dirigirme a ustedes como a espirituales, sino como a inmaduros, apenas niños en Cristo. Les di leche porque no podían asimilar alimento sólido, ni pueden todavía, pues aún son inmaduros” (1 Corintios 3:1-3).

A los gálatas también les escribió que tenían que pasar otra vez por los dolores de parto.

Y mientras que aquellos a quienes iba dirigido el libro de Hebreos debían de haber sido ya maestros, necesitaban, sin embargo, que se les volviera a enseñar los primeros rudimentos: solo podían tomar leche, en vez de comida sólida. 

Tengo una hijita llamada Georgina y, si le dijera: “Hija, dame nietos”, e incluso aunque orase por ella o ayunase, aun así, no podría dármelos. Esto no se debe a que sea desobediente o rebelde, sino a que es una niña.

Desde luego que, cuando crezca y llegue al matrimonio, me podrá dar nietos —sin necesidad de mi oración o ayuno—, porque ese es el fruto natural del matrimonio. Cuando yo tenía 8 o 9 años, nuestra iglesia recibió la visita de un predicador que lucía una bonita barba. En aquel entonces, las barbas no eran tan corrientes como ahora, de modo que se trataba de algo novedoso.

Yo me enamoré de aquella barba porque el hombre parecía un príncipe. De esta manera, comencé a orar a Dios para que me diera una barba. Recuerdo que, en cierta ocasión, hice un día de ayuno y oración. Mi madre me preguntó: 

—¿No comes hoy, Juan Carlos? 

—No. Estoy ayunando. 

—Pero ¿por qué ayunas? —quiso saber. 

—Se trata de una petición secreta, mamá. 

Aunque ayuné y oré, no me salió la barba; sin embargo, cuando tuve 16 años, sin orar, ayunar o confesar, aquella se hizo realidad como resultado de mi crecimiento y de un desarrollo natural. Lo mismo sucede con la Iglesia. El crecimiento es el resultado de la vida.

Cuando estamos espiritualmente vivos, crecemos en amor, en gozo, en paz, en paciencia, en benignidad y en todas las virtudes en Cristo. Estos son los frutos naturales de la vida espiritual, y no hace falta ningún esfuerzo de nuestra parte para producirlas.

Redacción
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