De atleta a pionero del Evangelio en cuatro continentes. Su vida radical nos recuerda que vale más una vida entregada a Cristo que todo el oro del mundo.
A fines del siglo XIX, Charles Thomas Studd lo tenía todo para triunfar: talento, fama, dinero y un apellido respetado. Era una figura conocida en el Reino Unido por su destreza como jugador de críquet y su lugar como capitán del equipo de la Universidad de Cambridge. Pero lo que lo hizo verdaderamente conocido en el Reino de los Cielos no fueron sus logros deportivos, sino su decisión radical de renunciar a todo por amor a Cristo.
Dejó atrás su fortuna, su estatus social y una carrera prometedora para convertirse en misionero. Predicó en los lugares más difíciles de China, India y África, y su vida se convirtió en una declaración pública del poder transformador del Evangelio. Como dijo alguna vez:
“Algunos quieren vivir dentro del sonido de campana de la iglesia o capilla; yo quiero estar en una tienda de rescate a una yarda del infierno.”
Una fe sembrada en casa
Charles nació el 6 de diciembre de 1860, en Spratton, Inglaterra, en el seno de una familia acomodada. Su padre, Edward Studd, había tenido una conversión radical luego de asistir a una campaña de Dwight L. Moody, y desde entonces se propuso llevar a sus hijos a los pies de Cristo.
Entraba cada noche a la habitación de Charles y sus hermanos para preguntarles si querían aceptar a Jesús. Muchas veces los chicos se hacían los dormidos para esquivar la conversación, pero su padre no se rendía.

Charles creció en un ambiente espiritual, pero también lleno de comodidades. Mientras estudiaba en Eton College y luego en Cambridge, se destacó en el críquet. Con el tiempo, se convirtió en una de las figuras más prometedoras del deporte británico.
La pregunta que lo confrontó
En 1878, todo cambió. Un predicador que visitaba su casa le preguntó a Charles si creía en Jesús. Él respondió que sí. Pero luego vino una segunda pregunta, más incómoda:
“¿Obtendrías la vida eterna si murieras hoy?”
Esa pregunta lo dejó sin palabras. En ese momento comprendió que no conocía verdaderamente a Cristo. Y ese día, junto con sus dos hermanos, entregaron sus vidas al Señor.
Entre la fama y el vacío
Aun con su reciente conversión, Charles siguió disfrutando de la popularidad que le brindaba el críquet. Leía la Biblia, asistía a la iglesia, pero no compartía su fe. Vivía como cualquier otro joven de su generación.

Pero Dios tenía otros planes. La enfermedad repentina de su hermano George fue un golpe espiritual que lo sacudió profundamente. Mientras lo veía postrado, pensaba:
“¿Qué es toda la popularidad del mundo para George? ¿De qué vale poseer las riquezas del mundo cuando un hombre llega a enfrentarse a la eternidad?”
Poco después, cayó en sus manos un panfleto escrito por un ateo, que decía:
“Si creyera lo que ustedes dicen que creen, no me detendría ante nada para salvar a los demás.”
Esa frase lo marcó profundamente. Comenzó a buscar espacios de oración y estudio bíblico con otros jóvenes cristianos de Cambridge, y su corazón fue tomando forma misionera.
Un llamado imposible de ignorar
La chispa se encendió del todo cuando escuchó predicar a Hudson Taylor, fundador de la Misión al Interior de China. Al conocer la realidad de miles de personas sin acceso al Evangelio, Studd decidió dejar su carrera en el deporte y entregar su vida al servicio misionero.
Pronto se unió a un grupo de siete jóvenes que compartirían la misma convicción. Fueron conocidos como Los Siete de Cambridge, un movimiento que sacudió la comodidad espiritual de muchos universitarios.

En uno de sus mensajes, Charles fue directo:
“¿Están viviendo para el día o para la vida eterna? ¿Vais a preocuparos por la opinión de los hombres o por la opinión de Dios?”
El impacto fue enorme. Muchos estudiantes se consagraron a Cristo y nacieron movimientos como el Movimiento de Estudiantes Voluntarios. Pero Studd no se quedó para verlo: partió a China en 1885 junto a sus compañeros.
China, India y un corazón generoso
Ya en China, Charles recibió la herencia de su padre. Pero lejos de usarla para su comodidad, la repartió entre organizaciones misioneras, obras sociales y el Ejército de Salvación. Se quedó con apenas unas 3400 libras.
Se casó con Priscilla Steward, una misionera irlandesa, en una ceremonia oficiada por un pastor chino. Cuando quiso entregarle a ella el resto de su herencia, ella le recordó la historia del joven rico y lo motivó a donarlo también. Y eso hizo.
Luego de algunos años, la salud de ambos se deterioró y tuvieron que regresar a Inglaterra. Allí, Charles fue invitado a predicar sobre las misiones en Estados Unidos, y cientos de jóvenes se rindieron al llamado misionero.
África: el último campo
En 1906, de vuelta en Inglaterra, Charles leyó un cartel que decía: “Los caníbales quieren misioneros.” Esa frase lo descolocó. Sumado a la influencia del misionero Karl Kumm, decidió irse a África, a pesar de las advertencias médicas.
Nadie quiso apoyarlo económicamente, por temor a que muriera en el intento. Pero él fue igual, junto a su yerno Alfred Buxton. En 1913 se instalaron en el Congo y fundaron cuatro estaciones misioneras. El primer bautismo público tuvo a doce convertidos.
Charles fundó Heart of Africa Missions, que más tarde se expandiría a otras regiones y terminaría enviando miles de misioneros a más de 50 países.
Cuando Priscilla enfermó, la familia regresó a Inglaterra. Pero Charles no aguantó mucho. Al poco tiempo volvió al Congo para seguir su labor. Allí permaneció hasta su muerte.
Su último “¡Aleluya!”
Charles Studd murió el 16 de julio de 1931 en Ibambi, África, a los 70 años. Su última palabra fue “¡Aleluya!”. Su vida había sido una ofrenda viviente al Señor, una entrega absoluta, sin reservas.

Sirvió en Europa, Asia, América y África. Viajó cuando moverse era arriesgado y lento. Predicó cuando no había traductores ni comodidades. Su mensaje fue claro: la vida vale la pena solo si se gasta por completo por Cristo.
Y como él mismo dijo:
“Algunos quieren vivir dentro del sonido de campana de la iglesia o capilla; yo quiero estar en una tienda de rescate a una yarda del infierno.”