Hace varios años, con mi esposa Leti nos pusimos de acuerdo para preparar la llegada de la Navidad muchos días antes que el 25 de diciembre. Nos propusimos que no sea solo el momento de Nochebuena, para que la anticipación traiga un poco más de la esencia de Jesús en nuestra vida.
El nacimiento de Jesucristo vino acompañado de señales, anticipos de que algo poderoso, celestial, divino, único iba a suceder: la estrella posada en Belén, los reyes del Oriente viajando miles de kilómetros, los pastores, la actividad terrenal del ángel Gabriel anunciando la venida del Rey a María y José.
Juan 1: 1-5,14 (RVA2015) dice: “En el principio era la Palabra, y la Palabra era con Dios, y la Palabra era Dios. Ella era en el principio con Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de ella, y sin ella no fue hecho nada de lo que ha sido hecho. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron. Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, y contemplamos su gloria, como la gloria del unigénito del Padre lleno de gracia y de verdad”.
“Y la Palabra se hizo carne”, el Dios con nosotros nació en un humilde pesebre. Vino para salvarnos. La Navidad es la celebración de la victoria de Dios sobre la angustia, el pecado, la muerte y la corrupción. Jesús es nuestra esperanza, el medio para acceder al perdón celestial, el que nos da vida y trae justicia.
Nos preguntamos con Leti, ¿cómo podemos esperar la Navidad desde los primeros días de diciembre? ¿Cómo podemos enseñarles a nuestros hijos la trascendencia de este hecho tan único? Decidimos preparar cosas concretas para regalar a los vecinos de la cuadra donde vivimos. Algo simple pero poderoso. Algo que preparamos nosotros como familia. Nada comprado. Algo que manifieste el amor del Señor. Que sea mucho más que un mensaje de palabras. Que sea también un gesto de la gracia de Dios.
Formas de mostrar el amor del Señor
El primer año preparamos muffins y una tarjetas navideñas escritas por nuestros hijos. Recuerdo un vecino que no nos quiso abrir. Tímidamente nos preguntó quiénes éramos. Al reconocernos, abrió. Al instante notamos su cara de sorpresa y empezó a llorar. Recibió los muffins, la bendición de la familia y nuestro abrazo. Un abrazo profundo, como el que el Padre nos da cada vez que lo necesitamos. ¡Dios lo había sorprendido con un muffin!
Al otro año preparamos una caja de alimentos y objetos para regalarle a otro vecino. ¡Fue maravilloso! Era Nochebuena. Teníamos lista la caja. Estábamos emocionados, expectantes. Oramos y salimos a buscar a la persona que sería el destinatario de la caja. Días previos, nuestro hijo Iván sacó sus ahorros para comprar comida para perros, ya que esta persona ama a las mascotas.
Fuimos caminando hasta su casa. No era lejos, solo unas cuadras. Tocamos el timbre y nada. Golpeamos la puerta y nada. Esperamos. Esperamos y nada. Nos fuimos con ganas de cerrar la aventura y con el ánimo de volver al otro día.
Nos levantamos el 25 felices por lo que venía. Esta vez, fuimos en auto porque salíamos para festejar la Navidad en familia. Tocamos el timbre y nada. Golpeamos la puerta y nada. Esperamos. Esperamos y nada. Decidimos insistir en el barrio. Fuimos a recorrer con el auto por si veíamos a nuestro vecino. En la plaza parecía que estaba… Paramos. Nos pareció verlo pero teníamos la duda. Volvimos a pasar para ver si era, y sí. ¡Confirmado! ¡Era él! Lo vimos.
Contento recibió la caja. No sé si fue totalmente consciente de lo que tenía en sus manos. Pequeños niños de 6 y 3 años (Ámbar aún era de cuarenta y tantos días) pensaron, pegaron, recortaron, dibujaron, gastaron ahorros en él. No importa si es totalmente consciente de lo que tiene en sus manos… Lo que sí importó es que entienda que alguien pensó en él y le obsequió esa caja en la Navidad porque así hizo Dios con nosotros:
«Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna» (Juan 3:16). A los días, otra vecina ve mi posteo en las redes y me cuenta que escuchó a una persona gritando por la calle solo: “Me regalaron una caja, ¡qué alegría!”. Era el que había recibido tímidamente la caja.
Ahora, estamos preparando unas tomateras que plantamos en botellas de plástico descartadas de agua. Las pintamos con nuestros hijos, y en el último mes cuidamos cada brote, pensando en quiénes disfrutarán de este regalito. A través del reciclaje, cuidamos el medio ambiente creado por Dios y le damos un uso esperanzador.
En este año tan especial, celebremos más que nunca a Jesús y hagámoslo a los cuatro vientos. No temamos. Salgamos al barrio a sembrar el mensaje del Evangelio con acciones simples y poderosas. Te conté estos ejemplos para inspirarte y animarte a compartir al Rey predicando con cosas concretas que aún hay esperanza, fe, perdón y justicia. Así como en el tiempo de su nacimiento, hoy muchos necesitan palpar al niño y recibir salvación.
No sé lo que nos esperará en esta Navidad, pero te aseguro que no hay experiencia más maravillosa que esperar al Rey, compartiendo su amor con los demás.