Subí al avión camino a un evento de trabajo y recuerdo haberme asombrado mientras contemplaba desde la ventanilla toda una multitud de luces encendidas que dibujaban las siluetas de las ciudades en la noche. Fue en ese momento, sobrevolando millares de vidas desde las alturas, que vino un susurro rotundo a mi corazón: “tan diminutos y ahí estamos, creyéndonos tan dioses”.
La manera en la que creemos ejercer el señorío sobre nuestras propias vidas no es más que otra evidencia de la caída del ser humano en el Edén. Es la raíz de la desobediencia a la supremacía de Dios que envenenó de orgullo el trono de nuestros corazones.
Ahora, esta es nuestra línea de partida en una carrera que nos condiciona a vivir aborreciendo el pecado, con una actitud de corazón en contra de las tentativas de querer ser igual a Dios, algo que solo puede lograrse bajo la fuerza del Espíritu Santo y su Palabra.
Lo curioso de esta lucha es que la humanidad que dio la espalda a Dios no solo se ha creído con el falso derecho de tomar sus propias decisiones sino también de inventar las suyas propias. En lugar de esperar una “salida de emergencia” directamente abierta desde el cielo, tratamos de construir “puertas terrenales” de senderos fáciles y rápidos que nos desenreden de una circunstancia complicada que podamos estar atravesando. El pecado provocó una sustitución de la dependencia de Dios por una autoconfianza engañosa.
Al final, el cielo siempre nos acaba sorprendiendo. Nunca se cansa de recordarnos, en su infinito amor, mediante senderos humanamente imposibles, su sustento sobre todo lo existente. La creatividad de Dios para proveernos de soluciones que muestran su omnipotencia es locura a nuestra mentalidad. Mientras que la gran mayoría de ideas de este mundo brindan el mérito de la gloria a la persona, la verdadera solución siempre glorifica el Nombre que es sobre todo nombre y lo reconoce como centro de todo.
El pueblo de Israel fue un claro testigo de ello. Desde la lógica terrenal, ¿cómo es posible que se abriera el Mar Rojo o que brotara agua de una roca? Únicamente Dios pudo hacerlo. Ante una situación de necesidad, donde nuestra mente parece traicionarnos trayendo a memoria comodidades del pasado y espejismos de Egipto, Dios forja nuestra fe más genuina a medida que nos rendimos a su gobierno en el proceso. En muchas ocasiones, no será el camino más fácil, pero será el único que preparará un corazón de dependencia de Él capaz de abrazar la tierra prometida.
En su desesperación, durante el asentamiento en el desierto, el pueblo de Israel pronunciaba lo siguiente: “¿Qué es esto?”. Era la respuesta a su hambre. Era el maná directo del cielo. La solución escrita para sus tiempos, la gracia de Dios proveyendo y una lección de confianza en la soberanía divina.
«Vivimos en una sociedad con demasiadas voces, y todas creen tener la solución más certera».
Marta Durán
No cabe duda de que los problemas que trastornan nuestro mundo cobran cada día más peso. En medio de todo, existe una esperanza que nos hace mirar al cielo a sabiendas de que la solución está por encima de nuestras posibilidades. Es una rendición absoluta y la realidad es que esa salvación sigue inmutable.
La buena noticia es que ese maná también bajó para nosotros: este es el mensaje del Evangelio. Su nombre continúa siendo la solución eterna de nuestra alma. Lo que ocurrió hace dos mil años nunca se trató de un sacrificio temporal. Fue la vida de Jesús que, como maná, fue quebrada en la cruz, fue troceada para satisfacernos y librarnos de un destino de muerte. Porque de tal manera amó Dios al mundo (Juan 3:16) que envió la única solución, aquella que nos salvó de inventar respuestas y creernos ser dioses de un juego que estaba por encima de nuestras oportunidades.