Cuando el transmisor se vuelve el mensaje sale de su jurisdicción usurpando un lugar que no le corresponde.
En la entrada anterior dejamos en claro que todo verdadero arte posee algo de icónico, en mayor o menor medida. Que las simples señales no son suficientes para trascender las barreras del tiempo y que los destellos de eternidad forjados en una sola pieza con la obra terrenal y pasajera abren un abanico de posibilidades para ver a través de ella algo que va más allá de lo obvio.
La comunicación de verdades profundas a través del lenguaje artístico no es algo nuevo para el ser humano, el cual desde mucho tiempo atrás ha querido materializar lo que su espíritu experimenta. La pregunta que surge entonces es: ¿en qué momento nos desviamos? Y creo que la respuesta es mucho más compleja que una fecha o un período histórico; la respuesta está en el corazón humano, y por lo tanto puede eludirnos con excusas y justificaciones. Tenemos que ser cautelosos al navegar las aguas de las motivaciones, pero si somos lo suficientemente valientes para embarcarnos en dicha travesía, la recompensa será un nuevo mundo de libertad.
Algunas religiones, como la musulmana, tienen completamente prohibido hacer cualquier representación de la deidad o sus profetas. Es por eso que las mezquitas no tienen ningún tipo de imagen en ellas, y siendo sinceros, podemos decir que de algún modo tienen razón. Ninguna expresión humana podría compararse o acercarse al esplendor del Creador. Pero al mismo tiempo, ¿no es que los cielos cuentan la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos? (Salmos 19:1). Y si es así, al representar el cielo o la tierra ¿no estaríamos también representando algo de la gloria del Creador?; Y si en nosotros está su imagen y semejanza, ¿No estaríamos retratando algo de Él al plasmar a uno de nuestros semejantes?
Por otro lado, cuando nuestra expresión, o cualquier otra, se vuelve la única representación de la deidad, o bien se le atribuyen cualidades de una fidelidad que supera la mera representación pasajera e imperfecta, entonces nos hemos ido al otro extremo.
Cuando el transmisor del mensaje se ha vuelto el mensaje, ha salido de su jurisdicción usurpando un lugar que no le corresponde. Si un ícono tuviera todas las características de aquello que representa, entonces dejaría de ser un ícono para convertirse en aquello a lo que remite.
Un verdadero ícono jamás demandará de nosotros cualquier tipo de atención que vaya más allá de la mera apreciación del mensaje que porta; y si lo hiciera, entonces entenderíamos que se ha convertido en una señal, tan vana e inútil como aquella que se señala a sí misma y pretende direccionar a su receptor hacia ella misma. Al desear usurpar un lugar mayor solamente ha caído a uno inferior, muy inferior; esto solo me recuerda a un personaje que ha intentado usurpar la atención y la gloria para sí desde antes que cualquier arte fuera dado a los hombres.
Entender la función de un objeto nos permite sacarle el mejor provecho
No es que no podamos clavar un clavo con un destornillador, pero seguramente no lo hará tan bien como un martillo, y el destornillador tendrá su mejor desempeño aflojando un tornillo. Un ícono no está para substituir el significado o la esencia, sino para manifestarlo, aporta significado, pero no es EL significado.
Recuerdo que en la casa de mi tío hay una pintura que solía intrigarme, años después supe que era su abuelo, o algo así… pero lo que me gustaba de esa fotografía es que me transmitía lo que el paso de los años hace, en el deterioro de su piel, lo nublado de la visión y la sabiduría en su experiencia. Él no es la sabiduría, él no es la vejez, pero seguro que el pintor deseó transmitir eso en su retrato. Cualquier representación de Dios o sus atributos que podamos hacer, tendrá algo de verdad, pero jamás será toda la verdad.
El equilibrio podría estar en lo que los cristianos ortodoxos creen acerca de la representación de Jesús en el arte. Ellos, si bien creen que ninguna obra humana podría compararse a la verdadera manifestación del Hijo de Dios encarnado, también reconocen que Jesús no estuvo en esta tierra “sin rostro”.
Por lo tanto, no es importante la exactitud con la que se manifiesta lo obvio, sino lo claro del mensaje que se transmite entre líneas, lo icónico de ella.
Ahora bien, aprovecho este contexto para expresarme acerca de esas representaciones de un Jesús blando, que no lastimaría a una mosca e idealizadamente compasivo al peor estilo de Hollywood que se muestran en muchas de nuestras representaciones de Jesús tanto físicas como digitales a lo largo del mundo occidental; si bien Jesús fue la mayor manifestación de amor al mundo y su interacción con la gente en la tierra fue la más compasiva que jamás habrá, Él fue un hombre fuerte, un carpintero, acostumbrado al trabajo, fue un hombre con características de medio oriente, que se hizo un manojo de cuerdas y sacó a todos a golpes del templo, un hombre con liderazgo y según Isaías 53:2 poco atractivo a los ojos humanos. No es importante la exactitud de lo obvio, pero no perdamos la esencia de ello.
Como expresé al inicio, el error es mucho más elusivo de lo que pensamos. Nadie puede asegurar con certeza el momento en que hemos resbalado en cualquiera de los dos extremos al producir o admirar una obra; incluso, no podemos evitar que se lleven nuestras obras a esos extremos, juzgando bajo parámetros dentro de los cuales nosotros no hemos creado. Pero sí que podemos tomar las precauciones en nuestro corazón para no producir nada que se atribuya una exactitud mayor a la que tiene, y para tener la libertad de admirar las producciones artísticas de nuestros hermanos en Cristo que nos llevan a conocer algo de la naturaleza divina en sus obras.
Codificar y enmarcar a Dios en una sola forma, figura o expresión nos llevará al error de adorar la expresión en lugar de a quien expresa. No hay idioma, arte o lenguaje que pueda decir todo de quien es Todo en todos.