A lo largo de nuestra vida hemos podido experimentar diferentes situaciones. En las relaciones con las demás personas también pueden darse heridas. Palabras, comportamientos, acciones que hicieron o que esperábamos que hicieran pero que al final de cuentas nunca ocurrieron. ¿Qué sucede si todo esto pasó en el marco de la familia? Posiblemente la herida sea más profunda. De esto hablaremos en esta nota.
Pensemos brevemente en todo lo aprendido a partir de nuestra familia. El significado de las cosas, cómo resolver problemas, cómo gestionar nuestras emociones, incluso el cómo relacionarnos con los demás, entre otros temas. Aprendimos lecciones de una familia que no elegimos, con integrantes que no elegimos que a su vez también tienen su propia historia. Todo lo aprendido no significa que sea saludable, solo es lo que nos fue dado. Aquí tenemos un aspecto importante para reflexionar. Pudimos estar expuestos a estructuras tóxicas en nuestro pasado, causantes de carencias, heridas que son difíciles de olvidar, pero que aún las podemos estar cargando en la actualidad.
En la Biblia vemos muchos ejemplos de esto, pero en esta oportunidad tomaremos la vida de José. Dios lo eligió para cosas grandes y marcar su generación. Destacaba tanto que era el favorito de su padre Jacob. Esto puede parecer positivo, sin embargo era todo un conflicto entre sus hermanos. José sin hacer ningún daño ni tener ninguna actitud en contra de ellos, sufría el desprecio y maltrato, fruto de la envidia (Gn. 37:3-4 NVI). Es decir, un padre con buenas intenciones, con sus decisiones guiadas aparentemente por el amor, estaba hiriendo a sus hijos. El resto de sus hermanos tenían que lidiar con el rechazo, viendo como a José se le consentía mientras que a ellos se les daba diferente trato. Las carencias pueden hacernos ver enemigos donde no los hay, incluso en nuestra familia. Como sabemos, esta situación escaló a tal punto que los hermanos lo vendieron como esclavo y mintieron a su padre diciendo que había muerto.
De allí en adelante, José tenía que gestionar muchos conflictos, no solo externos sino internos. Su propia familia le dio la espalda, lo traicionó. Aquellos que se suponía que debían estar más cerca, que iban a acompañarlo, lo vendieron a desconocidos. Heridas de rechazo y abandono necesitaban ser sanadas. No controlamos las decisiones de nuestra familia pero sí cómo respondemos a ellas. José sabía que Dios tenía un plan con él, sin embargo tenía que tomar decisiones, si confiar en Dios o dejar que ese dolor lo defina, abandonando todo.
Gracias a que eligió lo primero pudo perseverar hasta lograr ser el segundo detrás del faraón, la persona más importante de Egipto. No dejó que las heridas definan su identidad, esto no significa que no haya sufrido, ni librado dificultades en el camino. Gracias a que logró adquirir madurez pudo, muchos años después, recibir a sus hermanos quienes lo habían traicionado, respondiendo que no fueron ellos los culpables, sino que Dios estuvo en control de todo (Gn. 45:4-8 DHH).
José entendió que debido a todo el proceso que logró transitar es que podía administrar una nación, incluso proveer y cuidar de su familia. Cuando no dejamos que las heridas nos definan, encontramos propósito. La madurez nos ayuda a confiar en el plan de Dios, porque conocemos al que planifica. Este conocimiento nos permite perseverar y poner límites a las heridas del pasado.
Podemos aprender mucho de la historia de José. A medida que logramos vencer los temores, es que podemos reconciliarnos con nuestra propia historia. No como heridas que definen identidad, sino como un testimonio de la grandeza de Dios en nuestras vidas. Lo que causaba angustia puede ser luego una fuente de inspiración y transformación para otros. No podemos cambiar nuestro pasado, pero sí decidir en el presente, sembrando para cosechar en el futuro. Romper con la ofensa en nuestra vida no es fácil, pero requiere dejar de insistir en un veneno que intoxica para ser libres con el antídoto, el perdón. No podemos cambiar los hechos de lo ocurrido pero sí cómo los contamos.
Así como José, que pudo ver luego de años cómo esa herida se convirtió en la oportunidad para que una nación y muchas otras personas pudieran ser bendecidas, tenemos la oportunidad hoy de iniciar este proceso.
Busquemos ayuda, hablemos con personas capacitadas para acompañarnos en el camino. Tal vez esperamos que nuestra familia dé los primeros pasos para que nosotros mismos sanemos, delegando responsabilidades, pero no registramos que esto solo retrasa todo lo que puede venir en nuestra vida si elegimos no desde el dolor, sino desde la sabiduría.