De niños disfrutábamos esas historias que ocurrían en países lejanos, en tierras donde pocos habían llegado y donde sucedían cosas que no pasaban en nuestro vecindario. Ya fuera que las encontráramos en películas, libros o series animadas, las historias de personajes tan raros como exóticos nos llenaban de ilusión; luego salíamos al jardín o a la calle para jugar a pretender ser uno de ellos.

Los árboles se volvían los gigantescos enemigos que debíamos derribar; nuestros amigos o hermanos, los compañeros o villanos que nos enfrentaban; las bicicletas eran nuestras naves que surcaban el espacio a la velocidad de la luz y el jardín se convertía en el palacio de una princesa.

Pero, un día crecimos, nos dimos cuenta de que eso no es la realidad, que el jardín es el jardín, las bicicletas no son naves espaciales y los árboles no se van a caer, no importa cuántas veces los golpeemos con el palo de la escoba. 

Nos dijeron que para ser adultos debíamos dejar los cuentos, los países encantados, los bosques llenos de misterio y los viajes intergalácticos. Pero, aún así, a todos nos siguen emocionando las películas de superhéroes, las grandes sagas, las batallas épicas y los países mágicos. 

Nos siguen vendiendo el eslogan de “volver a ser niño” haciéndonos creer que solo si nos damos una licencia por ese tiempo tendremos permitido disfrutar eso otra vez. El crecer es dejar de creer en esos mundos y centrarnos en lo que vemos, en lo “verdadero”. El materialismo nos ha intentado convencer de que la realidad es solamente aquello que se puede percibir con los sentidos, que todo aquello que está fuera de ellos es mentira, no es verdad, no existe. 

Tenemos la idea de que la verdad última es la verdad científica, que mediante ella explicamos el mundo y por lo tanto tiene la última palabra en relación a lo verdadero y lo falso. Tendemos a pensar que solo un hecho completamente verificable mediante patrones científicos es algo a lo que le podemos atribuir el adjetivo de verdadero. 

Entonces, a un país donde viven criaturas de las cuales la ciencia no puede dar cuenta y donde las leyes de nuestro mundo son desafiadas o completamente dejadas a un lado, automáticamente lo rechazamos como falso. Decir que nada más aquello que es científicamente comprobable en su totalidad es verdad, es una mentira. Veamos el amor, si bien es cierto que podemos explicarlo a nivel neuronal, bioquímico e incluso de comportamiento, nada de eso explica completamente el amor. 

De la misma manera en que necesitamos la poesía, la pintura, las canciones y las historias para explicar todos los matices del amor, los altos y los bajos, las ilusiones y las decepciones, así, de la misma forma necesitamos la ficción para comprender el mundo, y aun más importante, para conocer a la humanidad y a nosotros mismos.

«El cristianismo durante mucho tiempo subestimó el poder de la ficción para transmitir verdad, sin darse cuenta de que es uno de nuestros mejores aliados».

El diccionario define ficción como: narrativas que tratan de sucesos y personajes imaginarios. El detalle que se nos pasa por alto muchas veces es la cantidad de cosas que estos sucesos o personajes imaginarios tienen en común con nosotros. 

Una parte de la realidad se puede llegar a explicar a través del método científico, pero hay otra donde éste se queda corto. En el terreno de los motivos, los deseos, los sueños y la búsqueda de significado, nada de eso puede ser completamente expresado en términos científicos y es ahí donde el arte nos ofrece toda su fuerza de batalla. 

La ficción es una herramienta para hacernos comprender cosas que están tan cerca de nosotros que necesitamos alejarnos para adquirir perspectiva de ellas y, de esa forma, entenderlas. La ficción no es mentira; no es verdad, pero no es mentira. Y la buena ficción es tan verdadera como cualquier otro hecho comprobable. Digo que no es verdad en su sentido literal, porque no podemos decir que los animales que hablan son verdaderos; y es que reducir la ficción a su literalidad es diluirla y dejarla en harapos cuando debería estar vestida de gala. 

Los animales que hablan no son literales, pero cuando un león dice: «Desciendes de lord Adán y lady Eva . Y eso es honor suficiente para que el mendigo más pobre mantenga la cabeza bien alta y vergüenza suficiente para inclinar los hombros del emperador más importante de la tierra. Date por satisfecho», yo me siento satisfecho. En parte porque me lo dijo un león, y en parte porque tiene razón. Pero posiblemente yo no lo hubiera aceptado de esa forma si me lo hubiera dicho cualquier otra persona, necesitaba que un león me lo dijera.

«La buena ficción es tan verdad como cualquier hecho comprobable porque tiene la capacidad de tocar nuestras fibras más humanas y llevarnos a entender la realidad de una forma que solamente a través de hechos no comprobables podríamos captar». 

A veces, necesitamos animales que hablan para que nos digan la verdad acerca de nuestra condición; marionetas que toman vida para hacernos entender lo que significa ser humanos, o criaturas de otro planeta para que nos demos cuenta de la lucha entre el bien y el mal que reside en el universo y en nuestro interior. No porque un conflicto suceda en un lugar donde la gravedad es opcional, significa que no deje a luz el peso de nuestras acciones, y podamos aprender de ello. 

Por qué la ficción es buena y necesaria, su naturaleza en la verdad y las lecciones que podemos sacar de ella las voy a desarrollar en mi próxima entrada. Mientras tanto, no sería mala idea leer a Dostoievski, Lewis, Tolkien o alguno de sus colegas. 

Cantante, compositor, músico y amante del café. Actualmente desarrolla un proyecto como cantante solista presentando canciones de su autoría con un enfoque cristocéntrico sin dejar de lado un sonido fresco y moderno. Licenciado en Composición Musical con Orientación en Música Popular; Máster en Terapia de la Voz. Dedicado a la música y el ministerio, ha participado en propuestas musicales y artísticas a lo largo del continente. Pertenece a la iglesia Fresca Presencia en su natal ciudad de Guatemala.