En el artículo anterior hablamos ampliamente sobre el abandono. Las ausencias que se tornan tan significativas y, en sentido negativo, nos marcan profundamente.
Ahora hablaremos de lo inverso, lo contrario, ese valor que debemos recuperar para nosotros y para nuestras generaciones venideras. Es el valor de la presencia. La presencia sana. El estar sana. Siempre tendemos a valorar más a aquel que está que a aquel que no está. Porque el estar tiene un mensaje implícito: me comprometo. Te amo en palabras y también en hechos.
“En este tiempo de ausencias, con una generación tan descomprometida, el estar es un acto de valentía inmenso”.
Estar presentes es un gesto que no tiene nada que ver con perfección, pero sí con compromiso. Siempre mencionamos que, si no venís de una familia sana, por la gracia de Dios podés ser vos quien rompa el ciclo y logre formar una familia sana. Pero eso es imposible lograrlo sin poner el cuerpo. Sin la desmitificación de la palabra.
Porque no son valientes aquellos padres que se quedan al lado de sus hijos cuando todo va bien; valientes son aquellos que se quedan en cuerpo y alma sin importar lo que pase. Valientes aquellos matrimonios que perseveran en el estar, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza.
Valientes son aquellos que desmitifican la presencia, le quitan el romanticismo y, bañados en una necesaria dosis de realidad, asumen que la vida se trata de eso: poner el cuerpo en un compromiso real y duradero. Estoy aquí, imperfecto, tratando de mejorar, pero sigo aquí. Luchando con frustraciones. Luchando con presiones. Pero sigo aquí.
Somos un eslabón, pero no somos inmutables
Está claro, vos y yo somos parte de una cadena. Somos un eslabón, pero lejos estamos de ser un modelo definitivo. Somos perfectibles. Podemos cambiar. Podemos mejorar. Podemos dejar lastres del pasado que nos han dañado.
“Podemos marcar nuevos senderos para nuestros pies y los pies de quienes vienen detrás”.
¿No recibiste cariño en tus años formativos? ¿Sufriste ausencias significativas en muchos momentos de tu vida? ¿Son más los recuerdos dolorosos que las fotografías de sonrisas? ¿Se ha formado en tu corazón una cosmovisión de soledad? Entregá ese dolor a los pies de la cruz, comenzá a mirarlo desde la posición de Cristo Jesús y un nuevo cielo se despejará en tu historia.
La gran mentira latinoamericana: “mi abuelo fue así”, “mi padre fue así, yo soy así”… lejos de enarbolar esa bandera, por la gracia de Dios y como un acto de fe, empecemos a abrir caminos en el mar, encontrar aguas en los desiertos. No continuaremos repitiendo historias.
Si hasta hoy venía reinando un manto de oscuridad, pequeñas decisiones al pie de la cruz comenzarán por abrir un cielo de esperanzas. Somos un eslabón, somos parte de una cadena, pero no tenemos que seguir repitiendo historias tristes si abrazamos la realidad de su amor incorruptible.
La presencia cotidiana
Lejos de buscar un ideal, lo que buscamos es entender lo siguiente: la presencia, el estar, es una construcción cotidiana. Nuestra presencia en cuerpo y alma, siendo de estabilidad para aquellos que nos rodean, comenzando por nuestras familias.
“Un hogar se constituye de presentes; el abandono corrompe, desintegra, desmiembra”.
Un padre o una madre que abandonan a sus hijos los dañan; y al contrario, un padre o una madre que, en medio de las crisis y presiones externas, piensan en cómo cumplir con sus facetas laborales, pero también logran hacerse un espacio para jugar con sus pequeños y entender sus necesidades de atención, logran prestar el oído a sus adolescentes, con la presencia están formando identidad. No idealidad. Pero sí seres humanos saludables.
Tenemos cientos y cientos de webs, blogs, que nos instalan el ideal, pero la realidad es que l as personas saludables se forman en contextos reales. A todos nos gustaría tener una abultadísima cuenta bancaria, y vivir sin preocupaciones ni presiones externas, ser padres presentes en la vida de nuestros hijos. Pero no se trata de eso.
Se trata de estar, aun sabiendo que las condiciones no son las ideales, pero que el amor no se negocia, y que debemos tender al equilibrio. Quizás mirar al Buen Padre Celestial, que siempre nos enseña con su presencia real, y pedirle que nos enseñe a ser mejores padres.
Quizás podamos despojarnos un poco de esta inercia que nos hace darle para adelante con un nivel de atolondramiento tal que terminamos inmersos en un caos interno y externo. La respuesta no es “dale para adelante”; la lógica del cielo es “dale para arriba”. Desde arriba viene una nueva perspectiva.
La presencia de Dios desmitificada
Hoy abracemos en nuestros corazones y mentes la realidad presente del Buen Padre Celestial: siempre estuve, siempre estoy, siempre estaré. Todos los días. Los días buenos y los malos también. Los días de lluvia y los días soleados (paráfrasis de Mateo 28:20).
“La presencia de Dios es sanadora. La presencia de Dios desmitificada, siendo una realidad palpable y constante, nos forja un carácter estable y sano”.
Siempre que hablamos de la presencia de Dios es interesante porque viene sobre nosotros todo el peso de una cultura evangélica que nos ha cercenado la perspectiva. Frases como “sentí la presencia de Dios”, o por el contrario “hace mucho que no siento la presencia de Dios”, nos limitan a ver a Dios como una cuestión meramente sentimental, en un momento determinado de una reunión en un templo. O cuando, bajo los efectos de una música lacrimógena se nos mueven las emociones, entonces asumimos incorrectamente que, si lo sentimos,
Él está. Si no lo sentimos, entramos en pánico… “¿Qué ocurre, Señor, que no te siento?” Como si el sentir fuera determinante de su realidad.
Volvamos a Mateo 28: 20. “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. Presencia. Presencia real. Presencia que no tiene nada que ver con lo que uno sienta o deje de sentir. Presencia que es parte de la vida cotidiana, en los buenos y malos momentos. Presencia que no se mueve, que se queda.
Comencemos a ver a nuestro Buen Padre Celestial tal y como es, no con los velos del pasado abandónico que transitamos. Él es una realidad que excede todo lo que sentimos. Entonces nuestra vida entera se verá transformada. Solo quien ve a Dios estando día a día, momento tras momento, encuentra las fuerzas para seguir estando allí, al lado de sus hijos y al lado de su cónyuge. Su presencia se nos impregna, su esencia se nos pega, y adoptamos su carácter.