Permitir la muerte del «yo» y afirmar nuestra identidad en intimidad con Dios para encontrar la plenitud como pareja.

Estaban en el altar, bellos y enamorados. Era el día que tanto habían esperado, el más importante de su vida. El futuro les pertenecía, expectantes de una nueva aventura juntos. Y la frase soñada por fin llegó: “Los declaro marido y mujer, hasta que la muerte los separe… Pueden besarse”. 

Todo era alegría. La fiesta, la luna de miel, esas primeras semanas de ensueño… Pero las primeras diferencias no tardaron en llegar:

Ella: ¿Cómo no se dio cuenta que necesito que me ayude?  

Él: No entiendo por qué me dejó de hablar.

Ella: Ya no es el mismo, ya no me escucha. 

Él: No para de reclamarme cosas, nada le alcanza.

Ella: Ya no es tan romántico, ya no le importo. 

Él: ¿No se da cuenta el esfuerzo que hago para que no le falte nada?

Así podríamos seguir enumerando otras situaciones diarias que sin darnos cuenta van desgastando la pareja y que, en muchos casos, terminan en separación o divorcio. Son pequeños roces que nos roban tiempo, drenan nuestras energías e impiden que disfrutemos de lo que Dios preparó de antemano para nosotras.

Junto a mi esposo entendimos que la mejor frase que “homologa” un matrimonio, la verdadera “fórmula nupcial” que deberían declarar los pastores al bendecir a las parejas en el altar es  “Hasta que la muerte los una”. Nos dimos cuenta, a lo largo de estos veintiún años de casados, que cuando morimos al yo, Jesús ocupa el primer lugar en nuestra vida y, en ese preciso momento, logramos ser un nosotros como matrimonio. 

Es entonces cuando entendemos que existe un propósito mayor por el que estamos juntos; no se trata solo de pasar el día y resistirlo. Pero morir tiene un costo. No nace naturalmente,  es doloroso. Requiere desarrollar una actitud decidida

Aun Jesús, al saber que se avecinaba su muerte, le dijo a su padre que no quería morir “Yendo un poco más allá, [Jesús] se postró sobre su rostro y oró: ‘Padre mío, si es posible, no me hagas beber este trago amargo. Pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (Mateo 26:39).

Morir significa dejar de lado nuestro ego, el orgullo, esa obstinación que nos mueve a pelear para tener siempre la razón.

Es corrernos de ese ensimismamiento para perseguir un propósito mayor. Pero para nosotras también tiene otro significado. Es morir para descubrir la verdadera vida: 

Luego dijo Jesús a sus discípulos: —Si alguien quiere ser mi discípulo, tiene que negarse a sí mismo, tomar su cruz y seguirme. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la encontrará” (Mateo 16:24-25).  

Para el mundo la muerte es sinónimo de fin, de angustia y tristeza. Pero para nosotras significa principio, un nuevo comienzo, esperanza, trascendencia, restauración. Tener esto presente en nuestro matrimonio hará que transitemos este camino de una forma totalmente diferente. ¡Si morimos a querer tener la razón seguramente obtendremos paz!: Si es posible, y en cuanto dependa de nosotros, vivamos en paz con todos” (Romanos 12:18, RVC).

Para tener un matrimonio exitoso necesitamos morir una y otra vez

Si morimos a pretender que nuestro esposo sea siempre el que da, y nos colocamos nosotras en el lugar de dadoras, sin esperar nada a cambio, seremos saciadas y prosperadas por Dios. “El alma generosa será prosperada; Y el que saciare, él también será saciado” (Proverbios 11:25, RVR1960).

Si morimos a querer que nuestra pareja nos complete y afirmamos nuestra identidad en intimidad con Dios, vamos a encontrar la plenitud en Jesús:

Para que por fe Cristo habite en sus corazones. Y pido que, arraigados y cimentados en amor, puedan comprender, junto con todos los santos, cuán ancho y largo, alto y profundo es el amor de Cristo; en fin, que conozcan ese amor que sobrepasa nuestro conocimiento, para que sean llenos de la plenitud de Dios. (Efesios 3:17-19) 

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Si morimos al egoísmo, nos transformaremos en potenciadoras de nuestra pareja: “No hagan nada por egoísmo o vanidad; más bien, con humildad consideren a los demás como superiores a ustedes mismos. Cada uno debe velar no solo por sus propios intereses, sino también por los intereses de los demás” (Filipense 2:3-4).

Si morimos a nuestras peleas, ya no habrá odio, enemistad y dolor. Esto no significa que no haya discusiones. Los matrimonios sanos las tienen, pero en un marco maduro. No se lastiman, pueden hablar, escucharse, ponerse en el lugar del otro, aceptar las diferencias y beneficiarse de ellas.

Necesitamos morir una y otra vez, todos los días, para tener un matrimonio exitoso. Solo así podremos alcanzar aquello para lo cual Jesús nos alcanzó a nosotras y cumplir junto a nuestros esposos el propósito eterno que nuestro Papá celestial trazó. 

No es que ya lo haya conseguido todo, o que ya sea perfecto. Sin embargo, sigo adelante esperando alcanzar aquello para lo cual Cristo Jesús me alcanzó a mí.  Hermanos, no pienso que yo mismo lo haya logrado ya. Más bien, una cosa hago: olvidando lo que queda atrás y esforzándome por alcanzar lo que está delante,  sigo avanzando hacia la meta para ganar el premio que Dios ofrece mediante su llamamiento celestial en Cristo Jesús. (Filipenses 3:12-14)

¡Que la muerte nos siga uniendo! Es en la Cruz donde nuestro matrimonio encuentra sentido y se torna exitoso.  

Valeria Siniscalchi
Lic. en Educación Física y Deporte. Lic. en Psicología, con postgrados en Terapia Integrativa y Terapia sistémica en Pareja y Familia. Trabaja como Psicóloga en diferentes ámbitos y lidera el Consultorio Pastoral de la Iglesia del Centro.