Saber quién eres y tener la autoestima en su punto justo hará que no necesites demostrar tu valor a los demás.
Ellos estaban ahí. Los veía cada vez que pasaba, de lejos. La esquina de Cabildo y Juramento, en el barrio de Belgrano de la ciudad de Buenos Aires, era un lugar común de reunión; siempre había gente parada esperando a alguien para desde allí seguir rumbo a otro lado.
Pero ellos se destacaban por sobre el resto, se los veía muy sueltos, relajados, siempre riendo, extrovertidos. Parecía, no sé por qué, que tenían el secreto de la felicidad. Algo que yo no tenía.
Y mi pensamiento, consciente o no, era: “Quisiera ser como ellos, estar con ellos”. Lo cual, con el tiempo, vaya a saber por qué, se dio. Terminé siendo parte de ese grupo selecto. No sabía si sería por el destino o por haberlo deseado o buscado, simplemente se dio. Pero no resultó como yo pensaba, es que en vez de encontrar la felicidad me topé con un camino de destrucción y muerte. Aun así, ahora era mi gente, mis amigos.
En qué proporción una parte de mí deseaba la diversión, los vicios y una vida libre de obligaciones, y otra parte necesitaba sentirse aceptado, tener un grupo de pertenencia y ser como ellos, no lo sé. Lo que sí sé es que esas voces, la de la necesidad y la de la tentación, hablaban dentro de mí, me impulsaban, y eran más fuertes que todo concepto de bueno, malo, conveniente o no conveniente.
La necesidad de ser aceptado y de pertenecer a un núcleo humano, social, es algo natural y necesario.
Pero nosotros elegimos cuál será el costo que estemos dispuestos a pagar para lograr la aceptación y elegimos a qué grupo vamos a pertenecer.
Pero la gran pregunta es: ¿Por qué existen jóvenes a los cuales pareciera no importarles sacrificar su presente y, en algunos casos, su futuro con tal de ser aceptados y pertenecer a un grupo determinado? ¿Por qué anulan, al igual que me sucedió a mí, todo concepto de lo que es bueno o malo, de lo que les conviene o no les conviene?
Un problema de autoestima
Después de mucho tiempo me di cuenta de que la valoración, el concepto que yo tenía de mí, era tan bajo que estaba dispuesto a todo, con tal de que alguien me hiciera sentir que valía.
Chicos y chicas entregan su cuerpo a la sexualidad fuera del matrimonio, se dejan cautivar por los vicios, van desaforadamente detrás de la moda o la estética del momento, se someten a dietas enfermizas, con el solo motivo de no “quedarse afuera” y así sentirse valorados por el entorno.
¿Qué es la autoestima? Es la valoración, estima que tengo de mí mismo. ¿De qué depende? Depende de dos factores: la percepción de los demás acerca de mi persona, con la consecuente información que voy recibiendo a lo largo de mi vida; y de la percepción que yo tengo acerca de mí mismo.
¿Qué me llevó a seguir el camino de las drogas? Mi baja autoestima. Estaba enojado con mi forma de ser, con mi personalidad, así como otros están peleados con su cuerpo, con su apariencia o vaya a saber con qué.
Las drogas me daban otro “yo”; más desenvuelto, sin timidez ni miedo al ridículo. Pero era un “yo” falso, fabricado por el efecto de los estupefacientes. El problema era que ese falso estaba destruyendo a mi verdadero “yo”. Estaba pagando un precio muy alto para sentirme valorado por los demás.
Si yo no tengo una buena estima de mí mismo, siempre tendré que hacer algo extra para que los demás me estimen y valoren.
Si tengo una estima sana de mí mismo puedo ser como soy sin importarme la opinión de los otros.
Jesús encarna el equilibrio perfecto de la autoestima
“Yo sé quién eres tú: ¡el Santo de Dios!”, exclamó un hombre poseído por un demonio en la sinagoga mientras el Señor predicaba. Inmediatamente, dice la Biblia en Marcos 1:20-26, Jesús reprendió al demonio y este salió expulsado del hombre. El Maestro no se dejó engañar por el halago o el reconocimiento, no lo necesitaba, más sabiendo de dónde venía.
“Si eres el Hijo de Dios, ¡tírate de aquí! Pues escrito está: ‘Ordenará que sus ángeles te cuiden. Te sostendrán en sus manos para que no tropieces con piedra alguna’”, le había dicho el diablo tentándolo. Pero el que sabe quién es y tiene la autoestima en su punto justo, no tiene la necesidad de andar por la vida demostrando a los demás quién es y cómo es. Por eso, “No pongas a prueba al Señor tu Dios” fue la respuesta de Jesús (Lucas 4:9-12).
“¿No es acaso el hijo del carpintero?”, decían despectivamente de él los religiosos. A lo cual el Señor no respondía, porque no le hacía falta hacerlo (Mateo 13:55-58). Él no se dejaba marear por los halagos y el reconocimiento de la gente y tampoco se deprimía cuando lo que escuchaba eran palabras de menosprecio y rechazo.
Tener una estima sana es no creernos más de lo que somos porque pecaríamos de orgullosos, ni tampoco menos de lo que somos, porque Jesús no dio su vida en la cruz por alguien que no es valioso, todo lo contrario.
“Ama a tu prójimo como a ti mismo” dice la Biblia en Mateo 19:19, y también: “Si alguien quiere ser mi discípulo, tiene que negarse a sí mismo, tomar su cruz y seguirme”(Mateo 16:24). Mucho tiempo tuve un conflicto con estos textos. ¿Me amo a mí mismo o me niego a mí mismo? ¿En qué quedamos? Pensaba por dentro. Hasta que entendí que amarnos a nosotros mismos es aceptarnos como somos.
Aceptación no es igual a tolerancia. No soy tolerante con mis defectos, mis debilidades o pecados.
Busco a Dios y oro a Él para que me cambie y transforme. Pero mientras tanto no me rechazo ni me condeno, porque el Señor tampoco lo hace. Y si Él, que también quiere transformarme día a día, no me condena ni me rechaza, sino que, mientras obra en mí para mejor, me ama y me acepta, quién soy yo para no hacer lo mismo.
Por otro lado negarse a sí mismo no es odiarse ni vivir enojado con uno, es negar nuestra voluntad para hacer la voluntad de Dios. ¿Cuándo terminó la pelea conmigo mismo? ¿De qué manera mi estima empezó a ser sanada y así mismo dejé de verme como el rechazado? Cuando dejé que Dios me amara tal como era.
Porque cuando uno se rechaza a sí mismo lo único que provoca es el rechazo de los demás. Cuando dejé que el Señor me amara, aprendí a verme como Él me ve y a valorarme cómo Él me valora. Ahora estoy en paz conmigo.