La Organización Mundial de la Salud (OMS) define como adulto mayor a cualquier persona, hombre o mujer, que sobrepase los 60 años de edad. Se estima que para 2050 esta población se habrá incrementado un 22% en todo el mundo.   

En cada contexto social se le otorga al anciano una imagen y un rol. La humanidad, a través de sus distintas culturas, ha manifestado diferentes maneras de valorar su figura. Algunas demostrando una particular veneración y amor por el adulto mayor, teniéndolo en cuenta hasta sus últimos días. Otras, como consecuencia de variadas causas, los han llevado a formas inaceptables de marginación que son fuente de agudos sufrimientos para ellos mismos y de empobrecimiento espiritual para las familias.

La vejez es una etapa normal de la vida 

Aunque nos resistamos, lo cierto es que el proceso de envejecimiento comienza el día que nacemos, como consecuencia de la pérdida progresiva de la capacidad de autorregulación que tienen las células. En este proceso continuo, el límite es la muerte. 

Es normal, entonces, la declinación fisiológica, el deterioro de algunas funciones vitales, la aparición de ciertas enfermedades y, en ciertos casos, la viudez. Se torna indispensable que la familia esté presente. No todo es pérdida. 

El adulto mayor puede aportar a los lazos intergeneracionales, su tiempo, compañía, su ocio productivo, experiencia y sabiduría.

Es en esta etapa cuando todos los miembros de la familia deberían desarrollar un sistema de ayuda mutua que impida la desconexión generacional. 

Alicia Forttes Bustamante opina al respecto: “esta ayuda debe ser lograda sin pérdida de la dignidad de las personas mayores, procurando superar la frecuente sensación de inutilidad que viven los ancianos con el consecuente deterioro de su autoestima”.

Resignificar los vínculos y fortalecer las relaciones ofrece a los adultos mayores la posibilidad de recuperar el sentido de la vida (si acaso se hubiese perdido), favorecer la sensación de ser útil y cobrar vigencia. En muchos casos, es allí donde la figura de ellos en su rol de abuelos resplandece. 

La realidad del siglo XXI nos confronta con una expectativa de vida que supera a épocas anteriores e implica el desafío de una búsqueda de mejores condiciones para vivir en forma sana y satisfactoria. En palabras de María Dolores Dimier, miembro del Consejo de Dirección del Instituto de Ciencias para la Familia de la Universidad Austral: “favorecer a las personas mayores para que puedan contribuir activamente y de manera eficaz en sus propias comunidades, insertos en un adecuado entramado social y gozando de un profundo sentido de pertenencia”. 

El adulto mayor dentro de la familia 

Algunos puntos para poder tener un cambio de actitud saludable e influir positivamente en el propio envejecimiento y en el de los demás:

  • Identificar y admitir el propio proceso de envejecimiento aceptando a los ancianos como parte integrante de nosotros mismos y descubrir en ellos un importante impulso creativo. Cuanto más conscientes seamos de esta realidad, tanto más sensible seremos con los adultos mayores que nos rodean estando atentos a sus necesidades. 
  • Considerar cambios de roles. Buscar la forma de desarrollar diversos roles en distintos escenarios para que el trabajo o la profesión no sea el único motivo que nos interese. La jubilación llegará.  El valor y la satisfacción personal deben estar ligados íntimamente a un proceso de síntesis de todo lo realizado más que de un solo rol determinado.  
  • Elaborar reminiscencias y aceptar la muerte. La certidumbre del fin es una de las últimas crisis del ciclo vital. Aquel que amó la vida y pudo relacionarse desde el amor, podrá aceptar confiadamente despedirse de ella. 

A pesar de ser doloroso es una oportunidad para reflexionar sobre el significado de lo experimentado y expresar la esperanza de la resurrección. Los recuerdos como parte natural de la recolección mental proveen un proceso restaurador y de crecimiento individual. Es “estar a cuenta” e integrar lo pasado al momento actual.

El adulto mayor puede aportar a los lazos intergeneracionales, su tiempo, compañía, experiencia y sabiduría. (Créditos: Freepik)

¿Qué podemos hacer en la familia y en la comunidad de fe? Actividades entre las distintas generaciones en las que intervengan la música y la pintura ayudarán a ejercitar el ritmo, la coordinación, fomentar la movilidad y la concentración. Salidas, excursiones compartidas, talleres de lecturas, narraciones bíblicas y de la propia biografía del adulto mayor con distintas anécdotas que movilicen la memoria y las reminiscencias. 

Las prácticas lúdicas tienen un objetivo terapéutico y rehabilitador que eliminan la pasividad y la apatía.

Estas prácticas aumentan la percepción de felicidad, disminuyen la sensación de abandono, nostalgia o tristeza.

Por último, cultivar una vida interior en la cual la genuina espiritualidad que surge de un encuentro personal y diario con el Creador de la vida permitirán encontrar el verdadero significado de ella. Generemos los ámbitos propicios para que los adultos mayores puedan experimentar en lo personal y comunitario el “ser Cuerpo de Cristo”.