Aprendí desde muy jovencito el valor de la oración. Cuando era adolescente y estaba dando mis primeros pasos como cristiano me inculcaron su importancia.

“La oración es sagrada”, me decían. Recuerdo que las primeras reuniones de oración de las que fui parte se me hacían eternas, pero gracias a ellas se formó en mí el hábito de la oración.

Por muchos años mis oraciones se parecieron más a un monólogo que a un diálogo, subían delante de Dios cargadas de quejas, peticiones y demandas. Fue con el tiempo que redescubrí la oración, que dejé de verla como un acto religioso lleno de solemnidad y entendí que la oración es, en realidad, un romance.

Jesús no estableció su importancia a través de un sermón o de fórmulas preestablecidas, sino a través de su ejemplo. Pocas veces se lo encuentra enseñando sobre la oración, pero sí muchas veces orando.

¿Cómo se aprende a orar entonces? Orando es como se aprende y orando es como se puede subir a un nuevo nivel de amistad con Dios también. Cuando entendemos y sentimos a la oración como un romance podemos ver que el tiempo que le dedicamos tiene tanto valor que por nada en este mundo querríamos pasar un día sin que se produzca ese encuentro, acabamos por hacerlo nuestra prioridad. Es que cuando nos enamoramos hacemos todo lo posible por pasar tiempo con la persona amada.

¿Por qué tanta gente pide oración por sus necesidades? ¿Por qué existen tantos movimientos de oración, equipos de intercesión y organizaciones que buscan orar por la nación?  Porque la oración es un punto de contacto de nuestra fe. Porque en la oración no hay poder, sino que hay poder en el Dios al que le oramos. Porque cuando Dios quiere hacer algo llama a su pueblo a la oración y es a través de la oración que nos conectamos con un Dios sobrenatural.

Hay poder en el acuerdo, hay poder en la disciplina, hay poder en la oración que hacemos unos por otros y a la vez nuestra fe se fortalece cuando oramos. ¡La fórmula perfecta!

El día que clamé, me respondiste; me fortaleciste con vigor en mi alma, Salmos 138:3 

Jesús en su hora más oscura, previo a su muerte, les pidió a sus discípulos que orasen para no entrar en tentación y mientras Jesús oraba por tercera vez se le apareció un ángel del cielo para fortalecerle. Sí, Jesús fue fortalecido en su tiempo de oración. Nosotros también necesitamos la fortaleza que viene del cielo y solo la podemos hallar siguiendo el ejemplo del Maestro, orando aun estando en nuestro Getsemaní. Buscando al Amado incluso en la hora más oscura, porque la oración es un romance que se alimenta todos los días, aun en esos en los que la tormenta nos golpea.