Reconozco el trabajo invaluable que ejercemos las mujeres y celebro el plan perfecto de Dios de trabajar y construir junto a los hombres la iglesia gloriosa de Cristo.
Fui convocada a escribir sobre el tema “La relevancia de la mujer en el ministerio contemporáneo”. Esto me hizo reflexionar de cuán marcados e influenciados estamos con la agenda del sistema, que necesitamos un día para hacer énfasis, hablar, valorar lo que debería ser, para los cristianos por lo menos, lo habitual.
Debería ser normal honrar, respetar, reconocer y halagar a las mujeres en el rol que desempeñan.
Mi esposo bromea con reclamar un “día para ellos”, haciendo alusión a que es un acto discriminatorio y a veces humillante que, como mujeres, necesitemos un día para ser valoradas, donde se nos den obsequios, donde hablen bien del género femenino y después con los hechos borren los dichos. Un cantante español decía en una vieja canción: “porque palabras cualquiera bien las dice, pero quién vive los dichos”. Sobre este tema basta con mirar las noticias cada día.
Mi pensamiento un poco contrario sobre esta celebración está basado en el entendimiento del valor inigualable que tenemos todos como creación de Dios, “somos imagen y semejanza”, en la posición de privilegio que todos fuimos llamados “sentados en los lugares celestiales”, en la condición adquirida de “hijos y herederos”.
Dios nos ve como el reflejo de su gloria e imagen; varón y mujer; instrumentos útiles, competentes, valiosos, para expresar y manifestar su Vida, para extender el Reino, para hacer retroceder todo engaño que atente contra la revelación de la Verdad que es Cristo.
En su infinita sabiduría, el Señor nos creó con una sexualidad diferente para complementarnos y cumplir su diseño perfecto.
Él nos creó con necesidades diferentes para aprender el uno del otro.
Dios nos delegó a todos, varón y mujer, la tarea de ser fieles administradores de su gracia, de colaborar en el cumplimiento de su Propósito Eterno. Él ve a su Iglesia, compuesta de hombres y mujeres, trabajando codo a codo para hacer la obra del ministerio.
¿Hay roles diferentes? ¿Hay asignaciones distintas? ¿Hay diversas gracias ministeriales?
Todas estas preguntas se responden con un “sí”. Pero el entendimiento de que fuimos todos convocados a edificar su Iglesia, a formar vidas útiles, nos quita del pensamiento individualista y sexista, para centrarnos en que juntos, como creación divina, el Reino de Dios avanzará.
Solo cuando dejemos atrás diferencias, peleas teológicas que agotan y minan las fuerzas, costumbres religiosas que nada tienen que ver con la “verdadera religión”, diferencias de cargos y puestos por sexo; por fin haremos realidad las palabras de Jesús “[Padre] que todos sean uno [hombres y mujeres] para que el mundo crea…” (Juan 17:21).
No dejo de reconocer el trabajo invaluable que ejercemos las mujeres, no me malinterpreten, pero prefiero día a día celebrar el Plan perfecto de Dios de trabajar y construir junto a los hombres la Iglesia gloriosa de Cristo. Ese Plan comenzó en el Edén, donde Dios creó una sola humanidad manifestada en dos personas, un diseño perfecto, indivisible, para que juntos gobernaran, sojuzgaran y disfrutaran la creación.
Para Dios eran uno, al punto que Dios nunca definió ni llamó a la mujer Eva. En Génesis 5:1-2 (RVR1960) leemos: “Este es el libro de las generaciones de Adán. El día en que creó Dios al hombre, a semejanza de Dios lo hizo. Varón y hembra los creó; y los bendijo, y llamó el nombre de ellos Adán, el día en que fueron creados”.
Este pasaje dice varias cosas interesantes: menciona un momento único: “el día en que creó Dios al hombre”, una naturaleza divina: a semejanza suya, una creación definida en lo sexual “varón y hembra”, una identidad única: los bautizó a los dos como Adán.
En Génesis 3:20, después de la caída, el hombre bautiza a la mujer como “Eva”, madre de los vivientes: “El hombre llamó Eva a su mujer, porque ella sería la madre de todo ser viviente”.
Es allí donde ellos se descubren como dos personas separadas, esa unidad perfecta fue alterada, el pecado abrió sus ojos y se ”vieron”. Personalmente, creo que allí comenzó el conflicto existencial entre hombres y mujeres que se perpetúa hasta la actualidad.
Desde mi postura y pensamiento, elijo el diseño divino de volver al origen, como fue gestado en la mente perfecta de Dios respecto al lugar de la mujer en su propósito eterno. Desde mi condición de mujer me siento plena haciéndolo, desde mi rol de pastora y ministra del Evangelio, lo disfruto.