«La integridad de los rectos los encaminará; pero destruirá a los pecadores la perversidad de ellos» (Proverbios 11:3).
La integridad es la adopción de la resolución de ser honesto, honrado, sincero y veraz, de ser bueno y hacer el bien, simplemente porque es noble, deseable e imperativo hacerlo, y no simplemente aparentar ser o hacer lo bueno.
La integridad estructural se refiere a la consistencia de las bases, del armazón o el esqueleto de una estructura destinada a mantener el peso de un edificio y mantener su estabilidad. Es la capacidad de una estructura de soportar, aguantar y mantener todo lo que se coloca o edifica encima al erigir un edificio, asegurando su estabilidad y permanencia y evitar su derrumbe debido al efecto del estrés, las fracturas o la fatiga de los materiales.
Por ejemplo, hace un par de meses, la carencia de integridad estructural permitió el derrumbe o el desmoronamiento de un edificio en la costa de Florida. Cuando una estructura destinada a soportar un peso determinado es comprometida y falla, la carga o el peso es transferido a las subestructuras de soporte componenciales, esto las sobrecarga y afecta su integridad. La falla de una parte vital afecta a todas las partes del sistema.
A veces, aun las estructuras más formidables, al recibir el impacto de un ente devastador, pueden experimentar el derrumbe total del edificio al cual sostienen; el ejemplo claro de las torres gemelas de Nueva York nos viene a la mente, recordando al golpe terrorista del 9/11, el evento nefando en el cual dos aviones de líneas norteamericanas fueron secuestrados por terroristas para impactar y destruir lo aparentemente impregnable, el símbolo del poder financiero de EE. UU.
De la misma manera, las fallas en las estructuras eclesiásticas –el liderazgo– afectan a todo el sistema bajo su cargo, añadiendo estrés, desazón y destrucción moral y espiritual a todos sus componentes.
La integridad es costosa y difícil de establecer y mantener
Es más fácil aparentar ser o hacer lo bueno que ser íntegramente bueno y hacer el bien. A menudo, con tal de salvar el pellejo, de mantener nuestra imagen o de salvaguardar nuestra posición, las personas en posiciones de liderazgo somos tentadas a mentir, tapar, aparentar o disimular nuestras faltas en lugar de ser honestos, abiertos y confesarlas.
Empleamos defensas (p. ej., justificación, racionalización, intelectualización, represión, supresión, proyección) para «taparnos con hojas de higuera» al ser descubiertos por el Dios omnisciente, siendo redargüidos en nuestro ser interior y apercibirnos a plena consciencia de haber fallado en nuestra integridad. Al defendernos y tratar de tapar nuestra desnudez, transferimos nuestro estrés, nuestras cargas, a las personas a nuestro alrededor; de tal manera evocamos al hipócrita escondido en toda persona.
Este proceso es común y ocurre en todas las esferas interpersonales: sucede en nuestros matrimonios, en nuestras familias, en nuestros grupos pequeños, en nuestras comunidades de fe, y en nuestras estructuras organizacionales, donde las fallas éticas o morales de una persona (especialmente una persona clave) repercuten en todo el sistema y afectan a todos, desde el menor al mayor.
Pastores, evangelistas, maestros, líderes de grupos, maridos, mujeres, padres, hijos… debemos tomar nota y afianzar nuestro anhelo de ser personas de integridad. El efecto de la caída ética o moral de las personas a cargo de cierto liderazgo es evidente; sin embargo, un matrimonio feliz también puede ser afectado por la falla de un hijo o hija que no ha mantenido su integridad en alguna esfera de su vida; un pastor cuyo carácter es impecable puede sufrir a consecuencia de las fallas de integridad de uno de sus ayudantes; su comunidad también sufre las repercusiones de tales fallas.
En resumen, la conducta de un miembro afecta a todo el cuerpo.
Esperamos integridad de los demás
La integridad es un concepto universal; esperamos que toda persona que se relaciona con nosotros sea una persona íntegra –es su deber– y nuestra expectativa es axiomática e inexorablemente justificada. Esperamos que nuestros líderes, pastores, cónyuges, padre, hijos, hermanos, amigos, etc., sean personas de integridad y que no nos defrauden ni nos desilusionen, sea que nosotros, por nuestra parte, seamos íntegros o no.
Pareciera ser que el calificativo universal se aplica a todos los que nos rodean, excepto a nuestro ser; al considerar nuestras imperfecciones, nos defendemos con excusas y nos aferramos a zarpazos a nuestras cubiertas con el propósito de no perder nuestra imagen, autoestima o eficacia propia. Como humanos, asumimos que la integridad es una postura personal «justa» que demanda y considera que es el «deber» de toda persona a nuestro alrededor el ser y hacer lo bueno, y que sea responsable de darnos cuenta y proveernos pautas de su rectitud, honestidad, sinceridad y veracidad. Es necesario reflexionar introspectivamente acerca de nuestro ser, y dedicarnos al proceso de perfeccionar nuestra integridad.
El árbol de la ciencia del bien y el mal nos hace conscientes de quienes somos y de lo que somos capaces de hacer. Por tal razón universal es que, poseyendo una consciencia alojada como componente intrínseco del ser humano (a menos que sea cauterizada o cegada por el pecado), somos plenamente conscientes del deber universal de ser y hacer quienes debemos ser, y qué debemos hacer ante Dios.
La objetividad de las leyes de Dios sobrepuja a la subjetividad con la cual los seres humanos somos capaces de engañarnos a nosotros mismos, al desanclarnos de las bases de nuestra existencia. Es imperativo permanecer en Él, y que su palabra permanezca en nosotros, y elegir comer del árbol de la vida para existir en integridad y rectitud ante Dios.
Debemos ser guiados por la integridad ante Dios, quien suscita en nosotros el despertar de nuestra consciencia de ser rectos y hacer su voluntad. El término «recto» en el proverbio citado proviene del hebreo, cuyo significado original denota a una persona de pie, mirando fijamente a un punto distante, trascendental, que sirve de guía a su derrotero, a distinción del hombre perverso (curvado, inclinado hacia abajo, enfocado en su entorno presente, terreno), quien se destruye a sí mismo por carecer de integridad.
Ser guiado con una perspectiva que mira al autor y consumador de nuestra fe, Jesucristo, nos ayudará a perseguir el blanco supremo, de ser semejantes a Él en carácter y conducta, íntegros en nuestro ser y actuar.