Una de las expresiones más extraordinarias del corazón de un hijo de Dios es la alabanza. La alabanza toma forma de palabras, pero no necesariamente de canciones.
A principios del año 2021, recibimos como familia una noticia que, personalmente, produjo en mi corazón tristeza y hasta un poco de miedo. Se trataba de uno de esos diagnósticos no esperados que parece que nunca tocarían la puerta de casa, hasta que aparecen y ponen al descubierto los fundamentos de nuestros corazones.
Después de recibir esa llamada desde Venezuela, hubo una especie de tensión en mi alma: por un lado, sentía que la duda quería desplegar su artillería pesada en mis pensamientos; sin embargo, de repente, experimenté cómo mi corazón espontáneamente comenzó a proclamar las realidades gloriosas de nuestro Padre eterno. Aquel momento fue como si la palabra y la fe se encontraran, fluyendo en expresiones de confianza y descanso en la voluntad de Dios.
A veces, tendemos a pensar que las circunstancias dolorosas que atravesamos son momentos infructíferos en los que nada bueno podría salir de nosotros. No obstante, en aquel perfecto altar levantado en el Gólgota, momento en que Jesús era afligido en su cuerpo físico, todo el universo fue testigo de la majestuosa declaración: “Consumado es”. El dolor no pudo eclipsar la ofrenda más perfecta ni el estruendo victorioso de la vida resucitada que inundó los cielos y la Tierra.
Salmo 69:29-30 dice:“Y a mí, que estoy pobre y adolorido, que me proteja, oh Dios, tu salvación. Con cánticos alabaré el nombre de Dios; con acción de gracias lo exaltaré”. La alabanza es un fruto de la fe y de la gracia que se deja ver y se perfecciona en nosotros en medio de las diferentes pruebas que son parte de la vida.
Al proclamar alabanza, no lo hacemos desde una especie de positivismo que niega la realidad del dolor o la dificultad de la prueba, sino desde un corazón que pese a estar atravesando el valle de sombras es pastoreado por la extraordinaria obra del Espíritu Santo, quien abre los ojos de nuestro interior para ver cómo la bondad de Dios es permanente, estable, firme, abundante y no entra en jaque por nada.
Los momentos de aflicción pueden contener pérdidas, soledad, crisis financieras, miedos, conflictos con otros, diagnósticos repentinos, injusticias, entre otras cosas. Son variadas las presentaciones que toma el dolor en la vida, pero es allí donde debemos volcarnos al Señor y descansar en las verdades eternas que sostienen nuestro espíritu, apartándonos de la necesidad desesperada de escapar de la prueba y sumergiéndonos, en cambio, en el deseo profundo de experimentar la alabanza que florece en nosotros en medio de ella.
Maravillosamente, nos encontraremos diciendo: “Sabemos que puedes librarnos de esto Señor, pero nuestro anhelo es que encuentres los frutos que esperas de esta estación”.
Cómo olvidar a Pablo y a Silas orando y cantando en la oscuridad de una cárcel, en medio de hostilidad. Pero si algo podemos aprender de estos hombres comunes y corrientes, es que las tribulaciones se convierten en las mejores oportunidades para afirmarnos en aquello que hemos visto y creído. No fueron las canciones las que liberaron a Pablo y a Silas, sino la plenitud que habitaba su ser más allá de que su cuerpo físico estaba preso.
Siempre que la Biblia nos habla acerca de padecimientos y pruebas, los coloca en un plano momentáneo, leve, breve; pero cuando nuestros ojos se abren a las incomparables realidades disponibles en Cristo —constantes, permanentes, ilimitadas—, entonces, el dolor viene a ser una estación en la que se producirá una grandiosa cosecha de alabanza y contentamiento.
Cuando alabamos en las diferentes expresiones que toma la alabanza (oraciones, proclamación de la Palabra, canciones, cánticos espontáneos), estamos dejando en evidencia que el fundamento de nuestro gozo y contentamiento está en lo invisible y en la bondad desbordante de nuestro Padre. Lo contrario a la alabanza es la queja, y la queja siempre intenta poner en discusión la bondad de Dios en nuestras vidas.
Mateo 21:16 registra este diálogo.
—¿Oyes lo que esos están diciendo? —protestaron.
—Claro que sí —respondió Jesús—; ¿no han leído nunca: “En los labios de los pequeños y de los niños de pecho has puesto la perfecta alabanza”?
Un corazón perfeccionable es aquel que conserva en el tiempo el hambre por el Pan de Vida, de la misma forma en que un niño lactante no se despega de la fuente que lo mantiene nutrido. La alabanza, en otro sentido, es el fruto de ver a Cristo, de comer del árbol de vida; a medida que experimentamos su bondad y sus virtudes, hay un fluir natural de la fe que sale desde nuestro interior y aumenta conforme a la dimensión de aquello que nuestros ojos contemplan con atención y que nuestro ser abraza con diligencia.