“Porque nos ha nacido un niño, se nos ha concedido un hijo; la soberanía reposará sobre sus hombros, y se le darán estos nombres: Consejero admirable, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz”, Isaías 9:6 NVI.
“La virgen concebirá y dará a luz un hijo, y lo llamarán Emanuel (que significa «Dios con nosotros»)”, Mateo 1:23 NVI.
¡Cuánto nos hemos emocionado con este versículo! Desde niños y como familia disfrutábamos tanto el mes de diciembre, y aún seguimos haciéndolo. Era una fecha que anhelábamos que llegara, con mucho entusiasmo, para celebrar juntos -también por los regalos-. La vorágine de la vida actual nos ha llevado a que todo sea apresurado. Honestamente, considero que antes se vivía un clima diferente en las familias, en las calles, ¡se acercaba la Navidad!, ¡se la esperaba con emoción y alegría! Más allá de mi cumpleaños, que coincide con ese día, siempre cobraban gran importancia esas semanas y las horas previas para recordar el nacimiento del Niño Jesús.
En la iglesia preparábamos con alegría y esmero pesebres vivientes, canciones, cantatas de los niños, del coro y todo enfocado en esos versículos citados. Volvía a nacer una nueva esperanza, el nacimiento del Salvador. Mateo 1:23 era tan relevante y disfrutábamos cuando se leían los versículos hablando del tema, no cualquier tema, sino a los profetas anunciando que un niño muy especial nacería: el hijo de Dios, Emanuel, DIOS CON NOSOTROS.
Quiero invitarlos a que reflexionemos juntos sobre la importancia del Dios que se hizo hombre.
“Respondiendo el ángel, le dijo: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que nacerá será llamado Hijo de Dios” (Lucas 1:35).
¡Qué manera de venir a este mundo! ¿Podría haberlo hecho de otra forma? Él era Dios, pero decidió que fuese así; “el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse” (Filipenses 2:6).
Sin duda el amor de Dios lo excede todo, no hay palabras que lo logren explicar plenamente. Este amor inmenso demostrado al entregar a su hijo, hacerlo semejante a los hombres y vivir una vida terrenal, adaptarse a una vida cronos, a un proceso de instrucción, aunque lo sabía todo. ¿Por qué lo haría? Con un solo propósito: morir. Es que la única forma de cumplir su propósito completo en la tierra era nacer, vivir y morir para después resucitar.
El plan era perfecto, pero había que llevarlo adelante sin interferir en nada en base al diseño. Había un único requisito: OBEDIENCIA extrema y absoluta al plan. Por eso vimos su gloria, dijo Juan: “Y aquel Verbo fue hecho carne y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:14).
Nada se hizo fuera del plan perfecto. Jesús fue cabalmente obediente al Padre absolutamente en todo. Los evangelios se encargan de relatarnos los “pequeños detalles” de su caminar en la tierra y nos refieren, por ejemplo, cuando estuvo en la tierra sanando enfermos, liberando endemoniados y luego despidiendo a la multitud para apartarse a orar. Jesús, el Hijo de Dios, también es Dios, pero lo increíble es que se hizo hombre y nos dejó una enseñanza en cada paso que dio en la tierra, para que también nosotros podamos caminar conforme a su voluntad en cada momento.
Estos versículos que hacen referencia al nacimiento de Jesús no deben leerse como una historia del “Niño Jesús”. Si así lo hacemos corremos el peligro de que, aunque sepamos que el Cristo hoy nos habita, lo mantengamos como en la historia en nuestros corazones, como un niño recién nacido y poniendo el foco en esto sin recordar todo el plan y obra redentora que se llevó a cabo a través de Él, plan que nos incluye. Recordemos lo siguiente: “Y Jesús crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres” (Lucas 2:52).
Necesitamos tomar conciencia de que Cristo debe ser formado en nosotros. El apóstol Pablo dijo “Hijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros” (Gálatas 4:19). Para lograr llevar adelante el propósito de Dios en nuestras vidas, necesitamos crecer exactamente en lo mismo en que crecía el Señor y menguar nosotros, para que él crezca.
Es imperioso que pasemos de la historia del niño en el pesebre a la realidad de un Cristo glorioso que nos habita y cuya vida en nosotros debe aumentar. Necesitamos migrar de solo leer a aplicar lo que leemos. Estamos en un tiempo en que ya no alcanza con festejar una vez al año el nacimiento del Salvador, sino que debemos tomar conciencia de la necesidad de este incremento de su vida en nuestro ser interior para que podamos decir como dijo Pablo: “ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí”.