¿Lo que ven en mí por fuera es lo que soy por dentro? Muchas veces me hice esta pregunta al darme cuenta de que aquello que las personas veían en mí solo eran apariencias formando una reputación que abría puertas humanas pero que en el fondo solo hablaban de los vacíos de mi corazón.
Reputación, en otras palabras, es “lo que la gente piensa de nosotros como consecuencia de nuestras acciones”.
En el afán de construir una buena reputación, muchos empiezan a escribir una vida de apariencias. Desde las redes sociales hasta los ámbitos laborales, incluso los ambientes familiares o eclesiásticos están inundados de esta búsqueda de una buena fachada digna de aplausos.
Día tras día trabajamos hasta el hartazgo en nuestra apariencia para ser aceptados por un grupo social, y aún más, escalar hacia supuestas cimas: el influencer del año, el mejor promedio, el pastor más ungido, el cantante más escuchado, etc. Todo esto en la búsqueda de suplir una adicción oculta que yo llamo “necesidad de ser alguien” o aparecer en el mapa, y esto desemboca en imitar a otros que, en teoría, ya son “alguien”.
¿Está mal construir una buena reputación?, Por supuesto que no. Pero de anhelar esto, deberíamos preguntarnos ¿Cómo la construyo? ¿a qué precio?
Matías Haurich
El problema surge cuando se está dispuesto a crear una reputación ficticia como medio para lograr aquello que se desea. Mostrar algo que no se es, con tal de recibir la aprobación del entorno o vender la propia identidad con el único fin de alcanzar las metas anheladas. Todo esto por encima de algo que es más importante que la reputación: la integridad.
Entre tantas definiciones de esta palabra, la siguiente resume la idea que deseo transmitir. Una persona íntegra es aquella que no carece de ninguna de sus partes. Una persona completa, que sabe quién es, sabe a dónde va y, por sobre todo, ha permitido que sea Jesús quien complete y dé sentido a todas las partes faltantes.
La integridad se manifiesta en un plano que es ciego a los ojos humanos, pero ampliamente visible a los ojos de Dios.
Dicho de otro modo, lo que intento manifestar es que le hemos dado mayor valor a lo externo que a lo interno, siendo esto último la revelación de lo que en verdad somos.
Lamentablemente, este fenómeno también se ramificó en la iglesia llevándonos como cristianos a trabajar con más fuerza en una reputación que responde a formas o estructuras que no son la esencia, pero las hemos convertido en dogma. Lentamente nos transformamos en aquel sistema “mundano” contra lo que tanto hemos luchado, generando en las comunidades de fe una insostenible presión por cubrir con las expectativas de los demás, abriendo un espacio de competencia, comparaciones y, en muchos casos, divisiones nocivas para la iglesia y motivo de provecho para el infierno.
Hoy veo que, lejos de luchar por una misma iglesia, por un mismo cuerpo, nos parecemos a corredores de bolsa en Wall Street donde cada uno pelea por sus propios intereses eclesiásticos y, al mismo tiempo, se desarrolla una guerra fría de comparaciones y rivalidades escondidas detrás de una fachada de sonrisas y una hermandad poco sincera.
La realidad que hoy observo es una muy diferente a la que Jesús soñó cuando nos dijo que seamos UNO para que el mundo crea.
No me considero un iluminado que está exento de esto. Confieso que en muchas oportunidades me dejé llevar por este “sueño americano” de la iglesia ideal, y en más de una oportunidad me frustré hasta las lágrimas por Intentar de todo y no poder ser como determinado pastor, o no lograr levantar una iglesia como las que veía a mi alrededor.
No obstante, este fenómeno no es nuevo. Desde los tiempos bíblicos, estas tendencias han sido motivo de problemas. Son varios los episodios donde Jesús confrontó con palabras duras para la época. Palabras que también son aplicables a nuestro siglo si somos lo suficientemente humildes para recibirlas y hacer un mea culpa.
Los maestros de la ley, fariseos y escribas eran profesionales de la reputación. Eran intachables. Hasta diría que su devoción por mostrar que cumplían la ley al pie del cañón era digna de admiración, cualquiera podría sentirse pequeño al lado de hombres como estos. Sin embargo, Jesús tenía una percepción diametralmente opuesta a la que, quizás, la sociedad tenía de ellos. Ya que les dijo lo siguiente:
“¡Ay de ustedes, maestros de la ley y fariseos, hipócritas!, que son como sepulcros blanqueados. Por fuera lucen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de podredumbre. Así también ustedes, por fuera dan la impresión de ser justos, pero por dentro están llenos de hipocresía y de maldad”, Mateo 23:27-32 NVI.
¿Fuerte, verdad? Por supuesto, es una palabra que es difícil de tragar. Pero al mismo tiempo percibo belleza en ella. El Maestro veía más allá de la reputación, Él analizaba el corazón. Porque, así como veo a un Jesús que confronta a los eruditos de la época, veo a un Jesús que defiende a una mujer con un historial extenso. Una mujer que, a juzgar por su reputación y apariencia dejaba mucho que desear, pero su corazón y entrega genuina formaban en ella una integridad única que cautivó el corazón del Mesías (Lucas 7:36-50).
Obviamente no está todo perdido. Tenemos la posibilidad de acercarnos al trono de gracia, quitarnos nuestras caretas y, de una vez por todas, ser vulnerables delante de Su presencia. Porque los aplausos, los títulos, los seguidores, iglesias o estadios llenos, las felicitaciones, los likes y nuestros conocimientos teológicos NO SIRVEN DE NADA si al terminar el día, de todos modos, sabemos que nuestra vida es carente de sentido e inundada de fachadas.
Lo que la gente ve por fuera es importante, pero lo que hay en el corazón tiene más valor porque, a fin de cuentas, eso es lo que ve Dios.
Tu relación con Jesús es más significativa que tu servicio. El fruto del Espíritu, más relevante que tus dones; y tu integridad, más trascendente que tu reputación.