Es posible que muchas imágenes lleguen a nuestra mente al hablar de la palabra crecimiento. Quizás podríamos pensar en metas alcanzadas, en multiplicación, en aumento de algo que antes era pequeño o en muchos frutos. Y sí, todo esto resulta valedero; definitivamente, crecer tiene que ver con un cambio, con avance, con la transformación de un estado hacia otro mejor.
El concepto de crecimiento alude a un progreso, a que algo o alguien va conquistando una medida cada vez mayor. Esto es lo que ocurre en nuestras vidas en el momento en que Dios implanta su vida divina en nuestros corazones por medio de la fe.
En efecto, todo lo que está lleno de la vida de Dios está destinado a ser transformado a la imagen de Cristo.
Muchas veces, cometemos el error de pensar que este llamado a crecer es para determinadas personas o para aquellos que desarrollan funciones privilegiadas. Sin embargo, no es así; todo hijo de Dios ha sido llamado a crecer, y esta es una realidad innegable. Ahora bien, como generación, necesitamos comprender el crecimiento desde una perspectiva divina, por medio de las Escrituras.
Si no lo hacemos, corremos el riesgo de medirnos conforme a estándares incorrectos, de ser demasiado subjetivos en nuestras apreciaciones acerca de nosotros y de los demás, así como también de ignorar la incomparable obra de la gracia de Dios en nuestras vidas. ¿Te has encontrado en momentos de frustración diciendo: “Es que no estoy creciendo, es que no avanzo”? O algo incluso más dañino: ¿te has comparado con otros?
Una idea equivocada acerca del crecimiento espiritual nos llevó a pensar que este tiene que ver únicamente con lo relativo a la vida cúltica o con el contexto eclesiástico. Y, en consecuencia, nos vimos movidos a hacer muchísimas cosas para Dios, pero vacías de Él.
De la misma manera, en ocasiones intentamos proyectar un crecimiento sustentado en cosas que la gente puede ver, como el cumplimiento de objetivos personales o la concreción de proyectos económicos, haciendo ajustes que nos vuelven presos de lo superficial. ¿Cuántos se desgastaron en este proceso?
Pensemos por un momento en el huerto del Edén como un ámbito de crecimiento. Adán no tenía que inventar nada ni buscar fuera del ambiente de provisión y propósito que Dios había diseñado para que él fructificara. Por el contrario, su función era disfrutar de la intención del corazón de Dios: extender por toda la Tierra las virtudes de este hogar, por medio de su imagen expresada en los hombres. Observemos juntos tres aspectos de este escenario propuesto en Génesis 1:27-30:
- El crecimiento es un deseo que comienza en Dios. “En el principio creó Dios” es una de las expresiones más importantes en Génesis 1. El Padre es el iniciador de todo lo que, asimismo, espera recibir. Es Dios mismo sembrado en nuestras vidas quien, mediante su naturaleza implantada en nuestro interior, produce todos los frutos que desea recibir. Nuestro deseo de crecer es la respuesta a un deseo mayor que comienza en el Padre.
- Él provee todo para que esto ocurra. El Edén era un lugar de comunión, propósito y provisión. El huerto tipifica la gracia de Dios que nos invita a disfrutar de toda su plenitud en Cristo. Dios preparó un lugar para el hombre en el Edén, de la misma forma que Cristo se convierte en nuestro lugar de eterna provisión: Él es el Árbol de Vida.
- Crecer es un aumento de la imagen de Dios en nuestras vidas. Dios compartió su imagen y semejanza con el hombre. Este era el punto de partida para llevar a cabo el mandato de fructificar. La tarea del hombre es extender sobre la Tierra las virtudes del carácter de Cristo como el fruto de experimentar el nuevo nacimiento y, de esta forma, representarlo en cada área de la vida.
Finalmente, la Biblia representa una y otra vez el crecimiento a través de ilustraciones acerca de semillas, árboles y niños que se hacen maduros. Sobre esto, Charles Henry Mackintosh afirma lo siguiente:
«La vida es movimiento continuo, progresividad. El aumento o crecimiento es la ley de toda vida creada. En consecuencia, la nueva vida en el hombre está destinada a aumentar, siempre haciéndose más fuerte. Así como hay en la semilla y en la tierra una vida y un poder de crecimiento que impulsa a la planta a alcanzar su altura y fruto completos, así hay en la semilla de la vida eterna una fuerza impulsora por la cual esa vida siempre aumenta y crece».
Cristo es nuestro mejor Edén y es en su obra de gracia donde fuimos invitados a participar y ser colaboradores de su gran propósito en la Tierra. El Padre nos llama a crecer desde su Hijo; esta es la garantía de que todo cuanto vivamos y hagamos sea la fiel expresión de su carácter.