Nunca charlé con Ulises Eyherabide. Nos conocimos de pasada en un evento al que nos habían invitado a ambos. Pero me dio cosa sacarle conversación o regalarle un libro o un disco; no quería sonar como un artista independiente mangueando un favor.
He estado meditabundo estos días posteriores a su muerte. No es solo la empatía ante la tristeza colectiva, ni el duelo por un creador de canciones bellísimas, ni el estremecimiento que causa la muerte de una figura pública —que nos recuerda de forma estridente la fragilidad de todo—. Es también un lamento por la iglesia.
Voy a intentar resumir las sensaciones que se me amontonan en dos ideas sencillas: las personas que se van y las ideas que se quedan.
Las personas que se van
Los sociólogos de la religión reconocen que, desde hace décadas, las iglesias evangélicas en toda América Latina crecen numéricamente. Se ha escrito muchísimo al respecto, así que no me voy a detener en esto. Pero aún no se ha estudiado mucho un fenómeno que es casi la sombra del anterior: el tendal de exvangélicos que va quedando como resabio de ese crecimiento.
El día de la muerte de Ulises me puse a escrolear en Twitter y no pude dejar de notar una constante. Cada cierta cantidad de tuits, aparecía algo como esto: «Hace mucho que no voy a la iglesia, pero Rescate…». O esto: «De las pocas cosas que recuerdo con cariño de mi pasado evangélico son las canciones de…». Una periodista de un importante medio de comunicación de Córdoba escribió: «Quizás de toda la música de ese espacio en mi historia personal, Rescate es la única banda que volví a escuchar. […] Ulises me hizo entender y creer que Jesús se parece a mí y que yo me puedo parecer a él».
«muchos adolescentes que en los 2000 veían a Rescate como emblema de un cristianismo posible, atrayente, ubicado, dialogante, humano son hoy treintañeros que han clausurado«.
Lucas Magnin analiza el fénomeno de Rescate.
Todas estas expresiones fueron una manera muy gráfica de visualizar la presencia —muy difícil de medir— de los exvangélicos. En otras palabras: muchos adolescentes que en los 2000 veían a Rescate como emblema de un cristianismo posible, atrayente, ubicado, dialogante, humano son hoy treintañeros que han clausurado (casi) todo lo asociado con ese universo como una etapa de su vida. Puede que ocasionalmente la visiten con nostalgia, con cierta simpatía o incluso con cringe, pero ya no quieren vivir ahí.
«Como un extranjero yo me vine a sentir», decían esos tuits como un susurro… y cuando esos adolescentes crecieron y les dieron a elegir, ellos no se quedaron, se fueron.
Las ideas que se quedan
Podríamos pensar varias explicaciones para el párrafo anterior. Hipótesis generacionales —«la juventud ya no se compromete», críticas —«la iglesia está haciendo las cosas mal», soteriológicas —«salieron de nosotros porque no eran de nosotros»— o negacionistas —«no es para tanto, estas cosas siempre pasaron»—. Quizás todas tengan algo de verdad. Es difícil sondear cuestiones tan intangibles, pero quiero proponer una hipótesis más.
Recuerdo vívidamente escuchar No es cuestión de suerte durante el verano del 2001, cautivado por la riqueza musical y la picardía teológica de sus canciones. No hablo solo del humor de “Loco” o “Deja que te toque”. Hablo también de “No vuelvas” y su forma de abordar la sexualidad sin caer en un discurso moralista. Hablo de la irreverencia pneumatológica de “La paloma”. Hablo del desenfado escatológico de una canción que no tenía mucho más para decir sobre el final de los tiempos que «¡No lo sé!». Hablo de una perspectiva misionológica que afectó la forma de entender la relación entre fe, vida cotidiana, cultura y sociedad de toda una generación: «Fuera de las casas, fuera de los templos y a la calle».
«Con su inconformismo, creó formas innovadoras de comunicar la fe a las nuevas generaciones y, lo más destacado, habilitó una nueva sensibilidad estética de conexión con lo sagrado «.
Lucas Magnin reflexiona sobre Ulises Eyherabide.
De alguna manera, eran los mismos temas de siempre —el discipulado, la cruz, los milagros, el pecado, la gracia, la segunda venida—, y sin embargo era otra cosa. Aunque era un disco poco convencional, era también una cara que la iglesia podía presentar al mundo con orgullo y convicción. Rescate era una banda en la frontera. Y «el que vive en la frontera, sabe de qué lado está». Al desarrollar su vocación en la frontera, expandían el territorio, las posibilidades y las estrategias de la iglesia.
Pero tengo la impresión de que eso ha cambiado dramáticamente en los últimos años. Con el aumento numérico, mediático y de poder de las iglesias evangélicas —tristemente célebre en Brasil, pobremente retratado en una serie como El Reino—, viene también la necesidad de cerrar filas. Más que mandar emisarios a las fronteras para descubrir y habitar nuevos territorios, la estructura ha convocado a las tropas para defender el castillo.
Para colmo de males, la iglesia en la última década se ha visto cooptada por los mismos algoritmos de polarización social que a su paso han destrozado, simplificado y deshumanizado todo. El eslogan de la “batalla cultural” destronó el mandato de ser sal y luz. Los matices y sutilezas, en vez de ser apreciados y reivindicados, son vistos como algo tibio y potencialmente peligroso.
Cada vez hay menos espacio para gente en la frontera. En eso pensaba al leer las palabras que le dedicó Dante Gebel a Ulises.[2] Cada vez hay menos lugar para la sutileza, la picardía, la irreverencia y el desenfado de una propuesta definitivamente cristiana e intrépidamente artística como No es cuestión de suerte.
Puentes para madurar
Ulises volvió a casa, como al final de la guerra de Troya. Su muerte no lo idealiza, pero me invita a meditar en su legado como artista y en la necesidad de un cristianismo que ofrezca puentes ahí donde el espíritu de la época solo quiere construir trincheras.
«Guardarnos en el castillo, jugar a lo seguro y evitar la frontera nos vuelve aburridos, predecibles, irrelevantes. Terminamos hablándonos a nosotros mismos».
Lucas Magnin, en memoria de Ulises Eyherebide.
La socióloga Mariela Mosqueira —especializada en diversidad religiosa y autora de Santa rebeldía. Juventudes evangélicas en el Gran Buenos Aires (2022)— escribió en Twitter hace unos días algo que sintetiza muchas cosas:
¿Por qué la voz de Ulises es para mí el epítome de las juventudes evangélicas? Durante toda mi investigación su voz, su imagen y su mensaje aparecían una y otra vez en cada entrevista que realicé, en cada archivo que revisé, en cada evento (recital, campamento, congreso) que registré. Ulises no solo fue un “rockstar” cristiano, sino que fue un revolucionario de la experiencia cristiana en América Latina. Con su inconformismo, creó formas innovadoras de comunicar la fe a las nuevas generaciones y, lo más destacado, habilitó una nueva sensibilidad estética de conexión con lo sagrado. Testimonios de conversión o retorno a la fe a través de su música sobran… definitivamente. Ulises fue el “puente para madurar” que las juventudes evangélicas eligieron para vivir y extender su fe “hasta lo último de la tierra”.[3]
Guardarnos en el castillo, jugar a lo seguro y evitar la frontera nos vuelve aburridos, predecibles, irrelevantes. Terminamos hablándonos a nosotros mismos. Se diluye la dimensión de sorpresa, aventura y pasión que hace falta no solo para crear una obra de arte potente, sino también para hacer algo tan arriesgado y existencial como seguir a Cristo. Quizás parte del motivo por el cual los exvangélicos van en aumento tenga que ver justamente con este deseo de cerrar filas hasta el punto de la asfixia.
Qué hermoso sería que, como una especie de pogo espiritual de despedida, el legado teológico de Rescate vuelva a movilizar sensibilidades, estructuras y comunidades para que, si nos dan a elegir, elijamos quedarnos.