¿Por qué atravesamos eventos que no buscamos? Nos intriga resolver esta interrogante, de manera que hacemos una mirada interior y examinamos nuestro estado.
Todo parece marchar bien hasta que nos topamos con paredes que aparentan ser impenetrables, y es entonces cuando nos adentramos en los procesos, el método de Dios para llevarnos al crecimiento. Los procesos son la respuesta a nuestro deseo expreso de que Su voluntad se cumpla en nuestra vida.
No es un padre que busca hostigar a sus hijos, sino una paternidad que nos enseña con sumo amor cuánto necesitamos ser dependientes de Su presencia. Acá tenemos dos caminos posibles. Los procesos nos potencian transformándonos en hijos con una fe inquebrantable y salvaje o pueden apagarnos por completo y sumirnos en la desesperanza más aterradora.
Entonces, ¿los procesos son los culpables? Para nada, son inevitables, pero nuestra actitud ante ellos determina el final al que llegaremos. Podemos decidir que estos nos empoderen o dejar simplemente que nos estanquen.
No hubo un ministerio sobrenatural en Jesús sin antes un proceso en el desierto, ni en Abraham hubo descendencia sin pasar previamente por dos décadas y media creyendo las promesas de Dios para él. Nada de eso cambió la naturaleza de Dios, Él es bueno, justo y fiel.
En medio de las pruebas y dificultades, el Espíritu Santo trabaja en nosotros, moldea nuestro carácter y nos prepara para un peso mayor de gloria.
En otras palabras, esta realidad es innegable porque los procesos son la plataforma para una gloria superior. Aunque muchas veces parezcan eternos, como dice el apóstol Pablo, estas etapas turbulentas son temporales para que podamos experimentar lo eterno (2 Cor. 4:17-18).
Mientras avanzamos en medio de un proceso también esperamos y esa espera nos vuelve pacientes. Desarrollar la paciencia nos hace crecer en la confianza de que las promesas que Él nos habló son infalibles. Cuando crecemos en la paciencia del alma y en la quietud del espíritu, nuestros sentidos espirituales (oído, vista, gusto, olfato, tacto) se sensibilizan a la comunicación con Dios.
Ser pacientes nos obliga a apartarnos de las voces de la preocupación y de la ansiedad constante para conectarnos a lo que su corazón está hablando. Esto significa acrecentar nuestra oración de manera ferviente, sacrificarnos físicamente a través del ayuno, adorar con tal intencionalidad como si no hubiera mañana, y llenar nuestra mente de sus palabras que son espíritu y vida, la única verdad absoluta.
Me encantan los desafíos porque me conducen a terrenos que nunca exploré. No a todo el mundo le gusta salir del ámbito seguro y conocido; sin embargo, cuando buscamos la manifestación sobrenatural en nosotros, Dios siempre trabaja con el factor de lo desconocido.
La fe no puede operar cuando todo está calculado y en nuestro control, más bien se activa y afirma en aquello que no podemos dominar ni entender.
Lo desconocido es incómodo, es por esto que Su palabra nos insiste en obedecer para luego ver. Si guardamos sus mandatos y obedecemos su palabra, si valoramos y cuidamos su presencia, entonces recién ahí se desatan sus promesas. La obediencia radical es otro elemento fundamental de una fe que está siendo procesada.
A Dios no le impresiona nuestra capacidad, Él solo necesita una vida rendida que crea más en su verdad que en las circunstancias visibles a nuestro alrededor. Obedecer es hacer nuestra parte porque lo imposible lo hace Él.
Por último, hay algo que al ser humano le cuesta muchísimo y es entregar “el control”. Esto nos inunda de temor, pero Dios desea ser Él quien tenga el timón de nuestro barco. Podemos planificar y preparar planes pero ninguno se cumplirá si Dios así no lo quiere.
Así que, si te encuentras en un proceso, tu Papá te está invitando a fortalecer tu fe. Y lo hacemos muy feliz cuando esto sucede. Él guarda muchas expectativas sobre nosotros, no sólo porque nos ama sino porque nunca se equivoca.
Al aceptar los procesos como parte de su propósito, tendemos puentes con Él.
La metamorfosis de un hijo de Dios se da a través de valiosos procesos por los cuales somos marcados a fuego; por experiencias que jamás olvidaremos y se convertirán en parte de nuestra historia.