La vida del ser humano es preciosa ante los ojos de Dios.

En nuestro país, nuevamente toma fuerza la discusión acerca del aborto, como hace dos años atrás. Numerosas voces a favor y en contra se levantan. Este artículo presenta el valor de la vida, definido y asignado por Dios, en contraposición a su valuación y administración humana.

El ser humano, cuyo potencial puede ser desarrollado en el tiempo y espacio, debe reconocer que su ser ha sido creado a la imagen de Dios y destinado a ser actualizado según el marco de referencia soberano de Él. Quiere decir que, siendo gestado en un vientre humano, el ser humano refleja potencialmente tal imagen.

En vista a estas proposiciones, la gestación de un ser humano es un asunto serio, no casual o dejado al azar. Tampoco es producto de la pasión incauta, desenfrenada o irracional, sino proactivamente deseada, encuadrada dentro de los términos matrimoniales designados por Dios.

Esta vida es preciosa ante Él, y desde su gestación hasta su muerte está supeditada a la prerrogativa soberana divina, exclusiva de cualquier agencia humana o espiritual controladora: “¡Vean ahora que yo soy único! No hay otro Dios fuera de mí. Yo doy la muerte y devuelvo la vida, causo heridas y doy sanidad. Nadie puede librarse de mi poder” (Deuteronomio 32:39).

Dios da la vida y el potencial de procrear vida; el ser humano administra sus circunstancias. La decisión de terminar o abortar la gestación del potencial humano en un vientre no es dejada al raciocinio humano natural (el cual desprecia o desecha la voluntad del Señor y su verdad revelada). Sea que sus premisas y razones sean derivadas de bases socialmente construidas, políticamente vociferadas o legalmente enunciadas por personas ajenas a los designios de Dios.

La advertencia profética dirigida a los proponentes que abogan por el abandono de los principios divinos a favor de su propia voluntad —afectada y tergiversada por el pecado— es contundente: “Dos son los pecados que ha cometido mi pueblo: Me han abandonado a mí, fuente de agua viva, y han cavado sus propias cisternas, cisternas rotas que no retienen agua” (Jeremías 2:13).

El sentido metafórico de la exhortación profética enfatiza la distinción entre la adherencia a la verdad absoluta y eterna de Dios que proporciona principios éticos y morales al ser humano, y la voluntad humana precaria, resquebrajada, que busca satisfacer sus deseos insaciables de logros egoístas, materialistas o hedonistas, apoyada y encomiada por el constructivismo social.

Un mal mayor es dejar a un lado al Señor y su Palabra; el segundo mal es que, habiendo desechado a Dios, constituye a los humanos rebeldes en dioses pequeños y precarios dedicados a hacer su propia voluntad.

CONSECUENCIAS DE ABANDONAR LOS PRINCIPIOS DIVINOS

Las consecuencias de desalojar los principios de Dios —los cuales definen, sustentan, empoderan y rigen la vida humana— y trazar sus propios caminos, planes y estilos de vida, son evidentes: conducen inexorablemente a la tergiversación de las estructuras y los procesos subyacentes al carácter ontológico del ser humano y a su conducta, tanto individual como social.

El abandono de Dios, expresado aun en la desobediencia al señorío de Jesucristo sobre su Pueblo, desvía al ser humano hacia el hacer su propia voluntad, caracterizada por la anarquía pedante, el afán de ejercer un control desenfrenado carente de dominio propio, y la rebaja del valor de la vida asignado por Dios: “¿De qué sirve ganar el mundo entero si se pierde la vida?¿O qué se puede dar a cambio de la vida?” (Marcos 8:36-37).

El aborto es una señal incontrovertible del ejercicio de la voluntad humana desviada del diseño y propósito de la voluntad de Dios. Los hombres en su pensamiento y actitud mancomunada, en solidaridad con el movimiento feminista, ambos reclaman el derecho de “propiedad”, de ejercer la voluntad propia en cuestiones de la terminación de la gestación de vida, como si fuesen dueños de sus cuerpos. Así, ignoran o han desechado conscientemente la verdad escritural:

“¿Acaso no saben que su cuerpo es templo del Espíritu Santo, quien está en ustedes y al que han recibido de parte de Dios? Ustedes no son sus propios dueños” (1 Corintios 6:19). De modo que “… ninguno de nosotros vive para sí mismo, ni tampoco muere para sí. Si vivimos, para el Señor vivimos; y, si morimos, para el Señor morimos. Así pues, sea que vivamos, o que muramos, del Señor somos” (Romanos 14:7).

La usurpación del derecho de propiedad —Dios es realmente el dueño del ser, incluso su cuerpo; el ser humano es simplemente un administrador ante Él, a quien le rendirá cuentas al final (leer 2 Corintios 5:10)— es producto de la opinión idiosincrática de la mente natural, cuya corroboración es efectuada mediante el apoyo social, político y legal de otros semejantes que actúan de la misma manera en el mismo entorno, creando un momento de fuerza social.

En conjunto, la persona individual y su contexto social contemporáneo denigran el valor de la vida siendo gestada: el ser humano en potencia cuyo desarrollo y destino permanecen expuestos a la vista del Señor sobreveedor, a pesar de las maniobras humanas dedicadas a reemplazar su propósito y destronar su jurisdicción sobre la existencia humana bajo el sol.

El creyente fiel acepta la soberanía de Dios y su jurisdicción sobre la vida, y con tal conciencia razona y actúa en cuestiones pertinentes a la cesación o continuidad de la existencia humana, su potencial y actualización.

Pablo Polischuk, PhD
Profesor, Gordon Conwell Theological Seminary
Cofundador y profesor de la Facultad de Teología Integral de Buenos Aires

Somos Campus Crusade for Christ International (ahora conocida también como Cru). Fundada por Bill y Vonette Bright en 1951 en la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA). Dios los guió a ver el valor estratégico de los estudiantes universitarios para ayudar en el cumplimiento de La Gran Comisión. Hoy más de 25,000 coordinadores sirven con este ministerio alrededor del mundo.