Solo es posible identificar al Jesús resucitado como aquel crucificado por las heridas de su batalla del Viernes Santo visibles en las manos, los pies y el costado. En su presente resurrección, Él permanece como el Hombre de la cruz. Por supuesto, la canción “Sobre Todo”, de Michael W. Smith, no tendría sentido, como tampoco lo tendría ningún libro que se hubiera escrito sobre Jesús si el Cristo no hubiera resucitado.
Si la Pascua no es una historia real, entonces debemos convertirnos en cínicos. O miramos la muerte de Jesús en la cruz como la derrota más grande de un buen hombre a manos de los poderes de las tinieblas o moldeamos nuestra suerte y nuestra vida con un nuevo poder que se liberó en el mundo. Si Él no regresó de la tumba, sería, como lo dijo Albert Schweitzer de manera memorable, una persona más enterrada bajo la rueda de la historia.
El apóstol Pablo escribe: “Si no hay resurrección, entonces ni siquiera Cristo ha resucitado (…) Si la esperanza que tenemos en Cristo fuera sólo para esta vida, seríamos los más desdichados de todos los mortales” (1 Corintios 15:13,19). Los primeros cristianos estaban galvanizados por su convicción invencible de que Aquel que colgó del madero no estaba en la tumba sino que había sido resucitado por el Padre.
“Cuán incomparable es la grandeza de su poder a favor de los que creemos. Ese poder es la fuerza grandiosa y eficaz que Dios ejerció en Cristo cuando lo resucitó de entre los muertos y lo sentó a su derecha en las regiones celestiales”, Efesios 1:19-20.
Nuestro trágico error en la actualidad es minimizar “cuán incomparable es la grandeza de su poder a favor de los que creemos” ¡el mismo poder que Él usó para levantar a Cristo de la muerte!
Brennan Manning, libro «Sobe Todo».
Aceptar la mediocridad, rendirnos a nuestras adicciones, rendirnos al mundo y resignarnos a nosotros mismos a la monotonía de una vida cíclica y rutinaria es anular el poder del Jesús crucificado y resucitado y la total suficiencia de su obra redentora.
El Cristo en nosotros no solo es nuestra esperanza de una gloria futura, sino una presencia transformadora dentro de aquel que promete: “Ciertamente les aseguro que el que cree en mí las obras que yo hago también él las hará, y aun las hará mayores, porque yo vuelvo al Padre” (Juan 14:12).