No hubo un “momento mágico” pero sí un glorioso día en mi vida, el día que peleé con Jesús y Él me ganó. 

Me gustaría contarte esta historia como un cuento de hadas, pero claramente no fue así. Te cuento brevemente de mí, nací en una familia cristiana, mi papá es pastor hace casi cuatro décadas, mi mamá siempre ha estado acompañando y apoyando en el ministerio. 

Somos tres hermanos, yo soy la del medio. Mi vida fue bastante normal en mi infancia, en la adolescencia tuve alguno que otro momento de rebeldía, pero siempre me mantuve dentro de la iglesia, y siempre sirviendo a Dios, a un Dios que nunca había conocido. 

«Me casé a los veinte años, y tres años después todo se empezó a complicar. Mi vida carecía de sentido y de propósito, yo estaba asistiendo a la iglesia pero permanecía muy lejos de Dios, de verdad que no lo conocía». 

Empecé a vivir una doble vida, mostraba una cara llena de religiosidad y “buenas costumbres” pero a su vez estaba viviendo una vida de mentira, de engaños y de infidelidad, a mi esposo y, por supuesto, en primera instancia para con Dios. Sabía que lo que hacía estaba mal, pero me intentaba autoengañar pensando que “es mi vida y con ella puedo hacer lo que quiera”, creyendo que eso no me traería consecuencias. Qué ilusa de mí. Recuerdo haber dicho “es un juego y yo puedo salir cuando quiero”, nada más alejado de la realidad. 

En mayo de 2010 todo explotó, esa doble vida oculta salió a la luz y tomé la decisión de irme de mi casa. En mi ignorancia creí que iba a tener libertad, pero descubrí, tiempo después, que eso no era libertad, sino que era una esclavitud de la más profunda. 

El 11 de julio de 2010 fue el día que mi vida cambió para siempre. Me encontraba en lo más bajo que se podía haber caído, totalmente metida en mi pecado, en mi “nueva vida”, que lo único que me daba era más dolor a mi corazón ya roto y dolido. 

Ese día de julio, en medio de un estado lamentable, angustiada y vacía interiormente, Jesús se presentó para mostrarme que Él  SIEMPRE había querido ocupar mi vida. Tenía una pieza faltante que quise llenar con malas decisiones, con malas relaciones y ese vacío se hizo cada vez mas grande, rompiendo incluso otras partes de mi ser, el vacío tenía una forma específica, la forma de la cruz, era con Él o no había chances de sentirme realmente completa nunca más.

Y así fue, no como un momento mágico y sobrenatural, sino como un día glorioso donde pude confrontarme con Su amor y con Su cruz. 

«La cruz me mostró que la verdadera libertad nace en una genuina COMUNIÓN con Él». 

Sin muerte no hay resurrección

Yo ya estaba muerta por el pecado, necesitaba de Su vida en la mía. Todo lo que tenía hasta ese momento era una vida religiosa, maloliente, chata y Él me ofrecía una vida de relación permanente, una vida de amor y no dudé en aceptarla. 

Fue difícil, no te voy a mentir, fue una lucha. Por un lado Jesús queriendo toda mi atención, por otro mi “carne” quería seguir haciendo de las suyas y en ese momento de dolor pude entender y vivir el versículo que dice: “Los que son de Cristo Jesús han crucificado la naturaleza pecaminosa, con sus pasiones y deseos” (Gálatas 5:24 NVI).

Es doloroso crucificar la carne, lo que hay en el mundo son cosas que nos gustan, que nos dan placeres momentáneos, pero sin lugar a dudas nos llevan a la destrucción total, así fue conmigo. En medio de un mar de lágrimas y al haber tenido, por primera vez, la convicción de mi pecado, decidí volverme a Dios y conocerlo, dejar todo atrás y seguirlo. Fue radical porque no encuentro otra manera de seguir a un Jesús que es radical en su amor por mí. Fue una lucha donde Él ganó y yo nunca más fui la misma.

Como el relato de la pelea de Jacob y el ángel (Génesis 32), salí rengueando como señal de esa lucha que me cambió para siempre.

Han pasado doce años y puedo asegurar que estos han sido los mejores de mi existencia. No fue todo color de rosa, todo lo contrario, pero sí empecé un camino donde entendí que lo más importante es mi relación con Él, porque es quien puede llenarme.

Cada vez que comienzo a desenfocarme porque creo que necesito algo más, vuelvo a recordar ese 11 de julio de 2010. Hoy puedo decir con total convicción que nada me apartará de seguirlo y servirle, porque cuando estuve hundida en el pecado hubo UNO que me amó y a pesar de todo decidió quedarse. Cómo no amarlo y elegirlo si Él me eligió con todos mis errores.

Si ves que alguien luchó con Jesús y renguea por el resto de su vida, te puedo decir que esas marcas son señales de guerra y significan mucho, son un testimonio vivo. En mi caso esas marcas son muy importantes y me recuerdan que cada día debo crucificar mi “yo” y dejar que Él viva en mí. A veces necesitamos perderlo todo para darnos cuenta de que Jesús siempre estuvo y que es lo único que necesitamos.

Te animo y te invito a que puedas dejarte amar de esa misma manera, acá no importa cuánto hace que vas a la iglesia (si es que vas) o cuánto lo servís o qué “título portás”, lo importante es ¿CUÁNTO LO CONOCÉS?