Conozco al Señor prácticamente desde la cuna, siempre asistí a la iglesia. Desde pequeño descubrí que me agradaba servir a los demás.
Cuando tenía unos seis años solía acompañar a mi pastor a evangelizar en las plazas de la ciudad. Mientras él bajaba un proyector, los niños repartíamos entre la gente tratados con un testimonio. Más adelante, trataba de ayudar a mis maestras en el colegio, a las maestras en la Escuela dominical y al pastor de nuestra iglesia. Con el correr de los años, esa actitud natural se fue afianzando, para dar lugar a un llamado más profundo que me llevó a consagrar mi vida para servir a Dios.
Cuando me recibí de médico, ese llamado soberano y eterno para servirlo nunca dejó de latir en mi corazón. Pude ver la mano de Dios sobre mi vida en todo momento, proveyendo todo lo que necesitaba para seguir avanzando en la vida.
En diciembre de 1995 me casé con Magui, mi esposa, mi amiga y compañera de toda la vida. Desde ahí en adelante emprendimos una vida juntos, compartiendo “las duras y las maduras” en el ministerio y en la vida.
Aceptamos la invitación para participar en el ministerio CCN, en la ciudad de Caracas, donde nos mudamos en febrero del año 2000. Fueron años muy intensos en los que atravesamos una cantidad de experiencias de lo más diversas, que nos formaron como discípulos de Cristo.
Pensábamos que todo estaba definido y ese sería nuestro destino final, porque veíamos que todo lo que emprendimos durante esos años finalmente había tomado forma y se estaba consolidando.
Sin embargo, Dios tenía otros planes y nos volvió a mover hacia Argentina. Nos dijo que nos apartaba para comenzar un trabajo que nunca habíamos realizado y nos mostraría cómo hacerlo cuando llegara el momento oportuno. Volvimos a armar las maletas para seguir la voz de Dios. Es curioso estar en un aeropuerto y ver que muchos años de tu vida caben dentro de cuatro maletas; te das cuenta de lo que significa “dejar atrás, para seguir avanzando”.
Luego de pasar unos años en la ciudad de Córdoba, el Señor nos volvió a mover hacia la ciudad de Buenos Aires, donde desarrollaríamos la tarea que nos había encomendado.
¡Cada mudanza denuncia el paso del tiempo en tu cuerpo! Cuando nos instalamos en Buenos Aires tenía muchísimas expectativas, porque finalmente estaría trabajando en aquello para lo cual Dios me había llamado… pero no contaba con el “altar de la espera”.
El altar de la espera
Luego de caminar 57 años con el Señor, pensaba que ya había resuelto todos los problemas básicos de mi vida y estaba listo para funcionar donde Él me estableciera. Pronto, me daría cuenta de que estaba equivocado.
Al día siguiente de instalarnos en Buenos Aires, le pregunté al Señor: “¿y ahora qué?”. Su respuesta me dejó perplejo: “espera”. Ahí aprendí que el altar de la espera es el lugar donde Dios nos lleva para exponer los últimos vestigios de nuestra naturaleza carnal, para despojarnos de ellos y no obstaculicen lo que Él quiere hacer a través de nuestra vida. Aprendemos cuántos pensamientos “extraviados” todavía rondan por nuestra mente.
La espera es un tiempo de muerte, el monte donde Dios nos lleva para anular el impulso natural de nuestra alma por “hacer cosas”. No es lo mismo hacer muchas cosas buenas, que hacer las cosas correctas. Entonces pude darme cuenta de que mi error fue confundir las buenas intenciones con la voluntad de Dios.
Nunca debemos olvidar que, ante Dios, lo bueno del árbol del conocimiento es tan aborrecible como lo malo. Aprendí que había muchas cosas a las que debía morir, porque el Señor no necesita “mi ayuda” para edificar su Reino.
Comenzó un proceso profundo donde el Espíritu Santo iba desprendiendo ese “impulso interior” para hacer cosas. Todo aquello que representaba un punto de apoyo seguro en mi vida terminó desvaneciéndose delante de mis ojos.
Estaba en la ciudad donde me había criado hasta los 28 años, pero era un perfecto desconocido. Me sentía perdido, confundido y frustrado, porque veía cómo se desprendían de mí las cosas que consideraba muy valiosas. En mi mente natural, pensé que ya estaba listo para edificar lo que Dios había destinado para mi vida, pero el altar de la espera me demostró lo contrario.
El punto cero
El objetivo del altar de la espera es llevarnos al punto cero, porque de ahí en adelante Dios no caminará más “con” nosotros, sino “en” nosotros. El punto cero es el lugar donde se eliminan nuestras diferencias de criterio con el Padre, hasta el punto donde puede hablar con nosotros como un amigo íntimo. Allí somos absolutamente confiables para edificar solo lo que Él determinó en la eternidad, sin mezclar nuestras buenas intenciones en el proceso. Cuando llegué al punto cero, pude darme cuenta de que ya no tenía las fuerzas, los recursos, la capacidad, los contactos o las amistades para hacer lo que Dios me había encomendado.
El renacimiento
Cuando me di cuenta de esta realidad, el primer pensamiento que el enemigo sembró en mi mente fue: “quedaste fuera del camino, ya no hay nada más para ti”. Pero inmediatamente se levantó el Espíritu Santo y con voz audible me dijo: “ahora estás listo. Ahora, verdaderamente tú y yo somos uno”.
Comenzaron a ocurrir una serie de situaciones que no puedo explicar desde el plano natural. Me encontré con personas que conocí en Venezuela que Dios había ubicado cerca de mi casa. Comenzamos a reunirnos y el Señor me dio una sola instrucción: “actívalos en mi Reino, enséñales a caminar en la Gracia y muéstrales quién Soy en realidad”.
Ese grupo pequeño fue creciendo y se sumaron personas de varias naciones más. La cuarentena nos impidió reunirnos físicamente, pero durante esos días nos reuníamos todas las noches “on line” para interceder por una transformación radical en nuestras vidas. Los milagros no demoraron en aparecer y pudimos ver a Dios confirmando cada paso que dábamos con todo tipo de señales.
En estos últimos años de mi vida aprendí que cuando Dios te lleva al “altar de la espera” para guiarte hacia el “punto cero”, nunca es un tiempo perdido, porque de ese lugar saldrás como una nueva creación y aprenderás a vivir en “la fe del Hijo de Dios”.