A principios de los noventa se lanzó un libro escrito por John Gray titulado «Los hombres son de Marte y las mujeres de Venus». Una guía práctica para mejorar la comunicación en la pareja y obtener lo que quieres en tus relaciones. Y vendió quince millones de copias, además sirvió de inspiración a múltiples artículos, series de TV, películas, juegos de mesa, discusiones, charlas y conferencias en las últimas dos décadas.
No importan las opiniones o críticas que cada uno pueda tener sobre este material (que en definitiva es anecdótico y en realidad describe una dinámica social preexistente). Lo que subyace a esto es un paradigma: hombres y mujeres son de dos planetas distintos, con idiomas y códigos diferentes, con distintos intereses, distintas formas de pensar.
Lo peligroso de este paradigma es que pareciera que estos dos planetas son irreconciliables.
Que hay actividades, juguetes, colores, emociones, posiciones laborales, salarios, que son de hombre, y otros muy distintos que son de mujer. Además, que entre ellos no hay nada en común: planetas separados a años luz de distancia.
Pero quisiera invitar a las lectoras a que juntas podamos, al menos, cuestionar un poco este paradigma y deshacernos de algunos clichés respecto a esto. Lo primero que debemos saber es que no hay ninguna evidencia científica que demuestre que existen diferencias sustanciales entre la personalidad de los hombres y de las mujeres.
Las diferencias que podemos observar son más bien construcciones sociales.
Estas están atadas al ambiente, el entorno y la cultura en donde se desarrolla la vida de los sujetos y los roles que cada uno elige ocupar en la sociedad. Muchas veces, las diferencias o generalizaciones que vemos entre hombres y mujeres, en realidad responden a demandas culturales que tienden a encasillar esa personalidad de acuerdo a cánones o estándares preestablecidos. Por ejemplo con frases populares: “Los hombres no lloran”; “Compórtate como una señorita”.
En otras palabras, podríamos simplificarlo diciendo que “mujer” y “hombre” no son un tipo de personalidad en sí mismos. Hay mujeres y hombres extrovertidos, hay mujeres y hombres coléricos, hay mujeres y hombres detallistas y sensibles, hay mujeres y hombres analíticos, etc. Es decir, no existen características de personalidad que sean exclusivas ni de unos ni de otras.
Entonces, volvamos al principio…
En los primeros capítulos de Génesis encontramos una descripción de cuál era el diseño original de Dios respecto del hombre y la mujer. El texto nos dice en Génesis 1:26-29 que en este escenario ideal y perfecto, Él creó al ser humano: hombre y mujer sin ninguna distinción específica de roles ni de autoridad.
Dos veces en el relato dice que fuimos creados a imagen y semejanza de Dios: hombre y mujer. Ambos en el mismo nivel de semejanza con Él; dominando sobre el resto de la creación. Hombre y mujer los creó, ambos en el mismo nivel de dominio.
Los bendijo: fructificar, multiplicar, llenar y someter la Tierra. Hombre y mujer los creó: ambos con la misma capacidad para ejercer autoridad profética sobre la creación, con la misma capacidad de dar fruto, de multiplicarse, de ser influencia. Les dio la tierra, el cielo, animales, plantas, frutos y semillas para alimentarse. Hombre y mujer los creó. Ambos con la misma capacidad para conseguir alimento (físico y espiritual), de ser proveedores.
Por lo tanto, podemos ver que muchas de las aparentes diferencias y generalizaciones acerca de los hombres y las mujeres son construcciones sociales que no responden al diseño original de Dios. Por supuesto tenemos características físicas, emocionales y espirituales que nos hacen únicos y diferentes. Pero esto no significa en absoluto que seamos de planetas distintos e irreconciliables, sino más bien, que podemos aportar una diversidad única en el ejercicio de los mismos roles.
En conclusión, el diseño perfecto de Dios en el Edén se trataba de un cogobierno del hombre y la mujer en su plenitud, distintos y complementarios, pero en igualdad, creados a la imagen y semejanza de Él.
Caemos en una trampa si creemos que hay ambientes, roles, espacios que son exclusivos de unos o de otras. Cada lugar en la sociedad, en la iglesia y en la familia que no es ocupado por hombres y mujeres en igualdad y complementariedad es un espacio que el enemigo está ganando, y en el que el Reino de los cielos no se está estableciendo en su plenitud.
Ni de Venus, ni de Marte: conciudadanos del Reino de los cielos.