No puedo imaginar otro dolor más fuerte que el de perder a un hijo. Esto se sale del orden natural, en que el ser humano se acostumbra y se prepara para la pérdida eventual de los padres. Pero cuando los roles se invierten y son los padres los que se quedan con la tarea de enterrar a un hijo, el dolor puede ser insoportable y el duelo, un camino sin fin.
El duelo es uno de los aspectos culturales más universales. Cada cultura cuenta con una riqueza de costumbres, creencias y categorías de pérdidas que proporcionan honra al fallecido y cierto consuelo al que se queda. En la cultura latina, existen diferentes ritos y procesos inmediatos después de la muerte, pero ¿Qué pasa cuando el dolor no se supera? ¿Qué pasa con los padres que extrañan a sus hijos a un punto en que todas las demás áreas de su vida se ven afectadas?
Como todo dolor humano, hay mucho poder de consuelo envuelto en la sencilla frase: “Yo también”. Sin embargo, ante una pérdida tan única como la de un hijo, aquellos que pueden realmente identificarse son pocos, y el dolor inexpresable no es comprendido por la mayoría de las personas. En este enorme vacío, nuestra fe como cristianos cobra especial sentido, ya que servimos a un Dios que no se mantiene lejos de nuestro dolor sino se identifica con este y lo comprende muy bien.
Las Escrituras enseñan que Cristo se vistió de humanidad para poder llevar consigo un entendimiento de la experiencia humana, con la intención de ayudarnos en nuestra aflicción. En todas nuestras tentaciones, dolores y sufrimiento, Cristo nos repite con profundo entendimiento: “Yo también”. Sin embargo, ante la pérdida de un hijo, no solamente tenemos la compañía de Cristo, que entiende todo sufrimiento, sino el mismo corazón del Dios Padre, que fue roto con fisuras parecidas cuando perdió a su único Hijo en la cruz. Él se inclinó hacia su Hijo en el momento en que el plan de redención fue consumado y sellado con dolor, en el último exhalar humano de Jesús.
Cuando hay una pérdida de un hijo, se comienza el proceso de duelo y no se termina con el pasar de un tiempo ideal. Cada proceso de duelo es tan único como el ser humano que lo atraviesa, y no obedece pasos o estructuras ideales y predecibles. El dolor se adorna de ira, pasividad, tristeza, negación y, algunas veces, todo esto en un solo día. El duelo no es un proceso lineal ni racional, ya que involucra el abanico de emociones humanas, como herramientas esenciales para navegar una nueva realidad.
«Si has perdido a un hijo, recuerda que el mismo Dios que sostiene el universo también sostiene tu corazón con todas las dudas, preguntas y cosas no resueltas que estás cargando».
David McCormick
El mismo Dios que se deleitó al formarte en el vientre de tu mamá, también derramó lágrimas cuando tu hijo partió de este mundo. El mismo Dios que creó las emociones entiende las tuyas como partes necesarias del proceso donde te tiene, y te entiende mejor de lo que crees. El proceso no se apresura por fuerza de voluntad y no hay prisa para recorrer los pasos de dolor.
Si alguien en tu comunidad está pasando por esta pérdida, recuerda que es mejor hablar abiertamente y no asumir. Si estás pensando en ellos y el dolor que podrían estar enfrentando, escribe un mensaje o haz una llamada para comunicar lo incómodo. Recuerda que tu presencia importa más de lo que tú crees. No tienes que tener todas las palabras correctas ni haber pasado lo mismo para poder escuchar y entender a la otra persona.
Lo que más te incomoda del dolor de alguien puede ser el punto de partida para entrar al sufrimiento con una presencia que consuela. Así como lo ejemplificó Jesús en tantas ocasiones, es mejor que nos acerquemos a los que sufren con preguntas abiertas. Esta curiosidad acorta distancia con las personas y refuerza la idea de que ninguno es experto y que todos somos compañeros en este proceso humano en que Dios nos tiene.
Dios no se queda a una distancia de nuestro dolor y sufrimiento. Imitarlo a Él es acercarnos y abrazar aun cuando no es cómodo hacerlo. Hay pocos dolores más profundos que el de perder a un hijo, pero este sufrimiento no es un capricho de Dios sino que existe con un propósito eterno que se revela en el mismo camino. El proceso de duelo es variado y complejo, pero nunca tiene que ser un camino totalmente solitario. Cuando nuestra vergüenza u orgullo nos impulsen a cerrar la puerta de nuestro corazón a los demás, recordemos que la humildad que Jesús vivió con tanta claridad es el ingrediente de la sanidad que no puede faltar. Aun en tu proceso de duelo hay propósito, y el dolor tiene ganancia eterna cuando se atraviesa aferrado de la mano de Dios; el mismo Dios que también perdió a su Hijo.