Cuando era pequeña, solía haber en casa, sobre un mueble de la habitación de mis padres, muchos frascos hermosos de perfume.

Cada vez que abría alguno para oler el aroma, me encontraba con que estaba vacío; pero entendía que mi mamá los usaba como adorno, ya que cada frasco era realmente una obra de arte. No servían para perfumar, no tenían ya aroma, solo eran un objeto decorativo, los guardaba por su valor estético.

Al evocar esta parte de mi vida, recordé el relato bíblico que narra la historia de María, una mujer que tomó una libra de perfume de nardo puro, de mucho precio, y ungió los pies de Jesús. Al hacerlo, la casa se llenó del olor del perfume.

¿Cómo sucedió que toda la casa se llenó de ese bello perfume? El hecho es que, a menos que el frasco de alabastro fuera quebrado o abierto, el aroma a nardo puro no podía ser liberado. Este representa al Cristo que habita en nuestro interior, en el espíritu y, para que sea derramado en nuestras vidas, el envase debe abrirse. Sin embargo, muchas veces, los seres humanos valoramos más el frasco de alabastro que el ungüento.

El frasco representa nuestra alma (mente, voluntad y emociones) y nuestro cuerpo físico. Pero los hijos de Dios no somos coleccionistas o admiradores de frascos de perfume, sino que anhelamos el aroma: experimentar al Cristo que vive en nuestro espíritu. Es por ello que, si la parte exterior no se quiebra, el contenido no puede salir. Pero, a menudo, resaltamos o le damos más valor a nuestro ser exterior que a nuestro ser interior.

La pregunta a hacernos es la siguiente: ¿Por qué dependemos tanto del frasco? Seguramente, nos sentimos protegidos, por eso lo cuidamos tanto. Y ¿qué significa proteger el frasco? Que nuestro “yo” aparezca e interponga una barrera para que Cristo actúe:

  • Justificarnos.
  • Defendernos.
  • Echarle la culpa al otro.
  • Mentir.
  • Exagerar las circunstancias.
  • Ser superficial.
  • No aceptar el consejo del otro.
  • Observar solo las fallas de los demás.
  • Querer tener siempre la última palabra.
  • Buscar nuestro propio bienestar.

Anhelamos proteger el frasco cuando nuestra fuente está en otros o en nosotros mismos, y no en Cristo. Pero, cuando reconocemos que nuestra única fuente es Cristo y nos abandonamos a Él, allí mismo dejamos de cuidar nuestro ser exterior. El Espíritu Santo tiene una meta: quebrantar y deshacer el SER exterior para que el interior encuentre una salida.

¿Qué es entonces el quebrantamiento?

Es un estilo de vida de rendición incondicional y absoluta a Jesús como Señor de nuestras vidas. Es decirle: “Sí, Señor” a todo lo que Cristo nos diga. Al ser quebrantados, llevamos a la cruz nuestra propia voluntad para que la vida y el Espíritu de Jesús puedan ser revelados a través de nosotros.

La cruz pone fin al hombre exterior, pues rompe su cáscara. Quiebra nuestras opiniones, nuestros métodos, nuestra sabiduría y nuestro egocentrismo. Por eso, una vez que el quebrantamiento del hombre exterior es llevado a cabo, es mucho más fácil liberar nuestro espíritu. Cuando lo hagas, todo aquel que se acerque tocará el espíritu que está en ti y recibirá de ese perfume que es Cristo, y no el tuyo.

¿Deseas la plenitud del Espíritu de Dios? Tienes que ir a la cruz. La Palabra nos enseña que para crecer debemos menguar, que el camino hacia arriba es hacia abajo y que la forma de llegar es el quebrantamiento. Cuando atravesemos este proceso, nos volveremos personas atractivas y bendecidas.

A menos que nuestro ser exterior sea quebrantado, todo lo que tengamos estará solo en la esfera de nuestra mente, nuestra voluntad y nuestras emociones, pero no alcanzará para expresar al Cristo que portamos. Cuando no soy quebrantado, mi “yo” atrae a otras personas a mí mismo. Pero, cuando mi “yo” es quebrantado, allí está solo Dios y todos son llevados hacia Él.